El otro día cuando fui a votar al sindicato, mirá lo que me pasó. Cuando voy a salir por la única puerta disponible, me la encuentro bloqueada por una cantidad de niñas de ocho o nueve años.
Estaban enloquecidas con un tipo que hacía de mago y que tenía todas las características físicas y faciales de un patovica o matón. Y yo, atrás de él, preguntándome cómo hacía para salir, y el tipo haciendo desaparecer una moneda que antes había mostrado en su mano talle 44.
Las chiquilinas estaban enardecidas con el matón y le pedían a gritos para soplar su puño y así participar en la desaparición prometida.
El truco iba para largo y yo ahí, aguantando la vela, mirando todo aquello sin atinar a nada.
Cuando ya habrían soplado prácticamente todas las niñas, el patovica empieza a generar expectativa con el clásico «A la una,... a las dossss», y ahí no aguanté más y le llamé la atención tocándolo un par de veces con el índice en su hombro (¡casi tuve que ponerme en puntas de pies!).
El matón se dio vuelta medio confundido —se ve que nunca tuvo en cuenta que el mundo existía a sus espaldas— y antes de que él me dijera nada, le digo con voz clara y firme: «Perdón ¿los de acá atrás no soplamos?».
¿Te das cuenta? ¡El muy boludo pensaba dejarme sin soplar!
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