« ¡Te prometo fidelidad eterna!» me susurró Facundo cuando mi padre me dejó junto a él frente al altar de Las Carmelitas.
Adoro ese momento. Los flashes, el sacerdote con sus mejores arreos, los invitados bellamente vestidos, flores, luces, la grandiosa intimidad de la iglesia donde se casaron mis mejores amigas.
« ¡Te prometo fidelidad eterna!» sigue resonando en mi cabeza cual efecto especial de una película de penúltima categoría.
Dejemos de lado lo de «eterna» que fue una exageración tan flagrante que cualquiera la perdonaría. En realidad todos los allí presentes estábamos exagerando algo. Pero lo de fidelidad. ¿Cómo pude creer semejante barbaridad?
Hacía treinta y dos días que habíamos terminado de resolver un litigio que nos tuvo discutiendo durante ciento sesenta y ocho días. Bibí, esa maldita compañera de trabajo que no se conformó con que le presentara a mi novio sino que quiso conocerlo un poco más y el muy estúpido se creyó que Montevideo es una ciudad tan grande como San Pablo. ¡Acá todo se sabe! Bueno, me corrijo, mi cuñada todo lo sabe.
¿Sabe por qué puse como título «Vendo obelisco...»? Porque recién ahora estoy madura como para darme cuenta que nadie puede vender lo que no le pertenece y lo que no nos pertenece es el deseo. Este demonio que tiene un asentamiento en nuestra alma, es el único propietario de hecho y de derecho sobre lo que nosotros hacemos, no hacemos o deshacemos.
Recién ahora, después de vieja, logro entender que Facundo me prometió algo que él creía que podía prometer, así como alguien puede intentar vender aquello que cree que le pertenece. Fue un error casi jurídico: él se creyó que era dueño de su deseo y ahora me doy cuenta de que muchos creen lo mismo y actúan en esa suposición. Igual que alguien que quisiera vender el obelisco de buena fe.
Después de todo, no era un mal tipo. ¿Cómo se llevará con Bibí?
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