Las mujeres no solo son agresivas
cuando defienden a sus hijos sino que también pueden serlo cuando desean
gestarlos.
Marianita fue una buena alumna
de sus hermanas. Las tres se encerraban en el dormitorio de la mayor y hacían
mesa redonda sobre cómo enamorar a los hombres.
La del medio tenía información
confiable porque cambiaba de novio con frecuencia. La mayor, sin embargo,
aportaba ideas conservadoras, y resultaba creíble porque cada uno le duraba dos
o tres años, hasta que ella misma decidía abandonarlos.
A los once años, Marianita
experimentó lo que había oído tantas veces: una extraña pero agradable sensación
en la vagina, los senos y, sobre todo, en las fantasías.
Fue así que, sin decirles
nada, la pequeña comenzó a observar discretamente la casa donde vivía un sujeto
de pésima fama, horrible vestimenta y modales propios de una educación ausente.
No es que ella quisiera
retacear información a sus hermanas, pero tenía el presentimiento de que no la
entenderían, de que considerarían que aún era muy chica para seducir a un
hombre y de que, casi con seguridad, intentarían supervisarla con actitud maternal.
Mariana había sido advertida
sobre la omnipotencia que suelen padecer algunas mujeres inmaduras, cuando
desean a un varón para padre de sus hijos y suponen que él caerá de rodillas
ante la más sutil convocatoria.
Una tarde, cuando ella suponía
que el individuo estaría solo, probablemente durmiendo la siesta, se vistió de
forma desprolija, con ropa que la madre ya había separado para donar, se puso
una pizca de perfume en los muslos, y golpeó en la casa del futuro padre de sus
hijos.
El desagradable, creyendo que
era una pordiosera, abrió e intentó cerrarle la puerta en la cara, pero ella
trancó la maniobra interponiendo su pie.
— Dejame entrar—, le dijo con
serenidad.
El grandulón modificó la
intención y soltó el pestillo para que la mujer decidiera. Entró.
— ¿Te gustan las mujeres?—, le
dijo como para romper el hielo.
— ¿Vos quién sos? ¿Qué hacés
acá? ¿Quién te mandó venir?—, dijo el hombre, notoriamente nervioso por una
situación inesperada.
— Soy la adivina que vive en
la otra cuadra y vengo a decirte que vas a ser el padre de mis hijos.
El hombre sonrió por el
costado, escéptico, desencajado, tratando que la cara obedeciera su necesidad
de ser burlón.
— ¿Me vas a fecundar o es que
no te gustan las mujeres?—, dijo Mariana, acariciando con actitud masculina un
seno del hombre.
Se quitó la larga camiseta que
llevaba por única prenda, acarició el incipiente bulto como si en realidad
fuera una vagina y notó, con indisimulada satisfacción, que al grandote quizá
le gustaran las mujeres.
Como si lo hubiera ensayado
durante años, extrajo el pene casi duro, empujó a su dueño para que cayera
sobre un sillón Berger, lo montó y se movió con tal furia que la eyaculación no
tardó en ocurrir. Se bajó del sorprendido semental, se acostó sobre una
alfombra y le ordenó:
— Ahora besame los muslos.
El hombre no se movió. Quedó
mirándose el pene que perdía tamaño, fuerza, valentía, agresividad, hasta
convertirse en un niño bueno que deja de hacer travesuras para dormir la siesta
porque se lo pidió la mamá.
(Este es el Artículo Nº 2.241)
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