domingo, 12 de octubre de 2014

Mariana y sus hermanas



 
Las mujeres no solo son agresivas cuando defienden a sus hijos sino que también pueden serlo cuando desean gestarlos.


 
Marianita fue una buena alumna de sus hermanas. Las tres se encerraban en el dormitorio de la mayor y hacían mesa redonda sobre cómo enamorar a los hombres.

La del medio tenía información confiable porque cambiaba de novio con frecuencia. La mayor, sin embargo, aportaba ideas conservadoras, y resultaba creíble porque cada uno le duraba dos o tres años, hasta que ella misma decidía abandonarlos.

A los once años, Marianita experimentó lo que había oído tantas veces: una extraña pero agradable sensación en la vagina, los senos y, sobre todo, en las fantasías.

Fue así que, sin decirles nada, la pequeña comenzó a observar discretamente la casa donde vivía un sujeto de pésima fama, horrible vestimenta y modales propios de una educación ausente.

No es que ella quisiera retacear información a sus hermanas, pero tenía el presentimiento de que no la entenderían, de que considerarían que aún era muy chica para seducir a un hombre y de que, casi con seguridad, intentarían supervisarla con actitud maternal.

Mariana había sido advertida sobre la omnipotencia que suelen padecer algunas mujeres inmaduras, cuando desean a un varón para padre de sus hijos y suponen que él caerá de rodillas ante la más sutil convocatoria.

Una tarde, cuando ella suponía que el individuo estaría solo, probablemente durmiendo la siesta, se vistió de forma desprolija, con ropa que la madre ya había separado para donar, se puso una pizca de perfume en los muslos, y golpeó en la casa del futuro padre de sus hijos.

El desagradable, creyendo que era una pordiosera, abrió e intentó cerrarle la puerta en la cara, pero ella trancó la maniobra interponiendo su pie.

— Dejame entrar—, le dijo con serenidad.

El grandulón modificó la intención y soltó el pestillo para que la mujer decidiera. Entró.

— ¿Te gustan las mujeres?—, le dijo como para romper el hielo.

— ¿Vos quién sos? ¿Qué hacés acá? ¿Quién te mandó venir?—, dijo el hombre, notoriamente nervioso por una situación inesperada.

— Soy la adivina que vive en la otra cuadra y vengo a decirte que vas a ser el padre de mis hijos.

El hombre sonrió por el costado, escéptico, desencajado, tratando que la cara obedeciera su necesidad de ser burlón.

— ¿Me vas a fecundar o es que no te gustan las mujeres?—, dijo Mariana, acariciando con actitud masculina un seno del hombre.

Se quitó la larga camiseta que llevaba por única prenda, acarició el incipiente bulto como si en realidad fuera una vagina y notó, con indisimulada satisfacción, que al grandote quizá le gustaran las mujeres.

Como si lo hubiera ensayado durante años, extrajo el pene casi duro, empujó a su dueño para que cayera sobre un sillón Berger, lo montó y se movió con tal furia que la eyaculación no tardó en ocurrir. Se bajó del sorprendido semental, se acostó sobre una alfombra y le ordenó:

— Ahora besame los muslos.

El hombre no se movió. Quedó mirándose el pene que perdía tamaño, fuerza, valentía, agresividad, hasta convertirse en un niño bueno que deja de hacer travesuras para dormir la siesta porque se lo pidió la mamá.

(Este es el Artículo Nº 2.241)

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