domingo, 2 de noviembre de 2014

El puñal de Mariana




En este relato, Mariana representa lo que el varón teme de la mujer. El miedo a ser castrados por una vagina dentada está simbolizado en este relato en el que una adorable mujercita es sospechada de cometer crímenes terribles.


En el transcurso de 1921, Mariana quedó viuda y huérfana. Los vecinos de la granja que habitaba esperaron que llorara por tantas desgracias juntas, pero la muchacha no sentía nada por aquellos hombres que llegaron a su vida sin que los buscara. Había sido un accidente que fuera hija de un productor rural apático y casi alcohólico; y había sido un accidente que tuviera que casarse, no con el único varón que conocía, pero sí con su primo Roberto, debilucho, de piel suavísima y sonrisa bobalicona.

Surgieron como hongos los acompañantes misericordiosos, los consejeros repletos de buenas intenciones, los geniales inversores para la pequeña fortuna. No aparecieron, sin embargo, vecinas.

Mariana no había vivido casi treinta años en vano. Algunas cosas sabía, pero eran más las que desconocía, por ejemplo, a su propio cuerpo. Siempre lo había considerado un parásito que vivía pidiéndole descanso, comida, calmantes para los dolores menstruales.

Un día de otoño, ese cuerpo antipático se levantó de buen talante. Ella se sintió extrañamente divertida cuando el muy vago le pidió ropa colorida, calzado elegante, perfumes, maquillaje.

Estas nuevas necesidades la obligaron a visitar la ciudad. Ahí encontró algo que la piel venían pidiéndole con señales confusas: un varón.

Un elegante señor de su misma edad fue el seleccionado por aquella anatomía radiante que, como señal inequívoca, se erizó de pies a cabeza.

El plan de dedicar unas pocas horas para hacer compras terminó en una estadía por tiempo indeterminado. Necesitaba quedarse cerca de aquel electrizante semental.

Como suele ocurrir, el fluido magnético envolvió al hombre; este obedeció la inapelable atracción, y se enamoraron.

Rogelio, así se llamaba, fue muy feliz durante varios meses pero empezó a extrañar su vida en la ciudad. Ella, comprensiva, lo alentó para que fuera a divertirse como cuando era soltero.

En uno de estos viajes conoció a una ofídica mujer. Años después, recordando lo sucedido, llegó a pensar que fue puesta en su camino por alguna fuerza maligna y sobrenatural.

Lo sedujo con métodos radicales, reavivándole los rasgos perversos que todos tuvimos alguna vez en la infancia. La situación sentimental llegó a tal extremo que, después de cada relación sexual, se divertían confabulando sobre cómo matar a Mariana.

El plan homicida fue ganando precisión y perfidia. Rogelio, durante varias semanas, fue obsesionándose mientras iba y venía de la ciudad a la granja. Llegó un momento en el que al homicidio perfecto no le faltaba nada para ser perpetrado, excepto porque ocurrió lo único que los malévolos amantes no habían considerado: Mariana quedó embarazada.

La alegría de la muchacha fue desbordante, el amor que sentía por su esposo trepó a niveles místicos. El hombre, atormentado, quedó sumido en la perplejidad. Tenía dificultad para hacer el amor con la golfa. El pecho varonil se colmó de sentimientos amorosos y tenebrosos, dirigidos respectivamente a la futura mamá y a la maligna instigadora.

Esta locura silenciosa fue creciendo hasta que coaguló en una trágica resolución: mataría a la amante.

Los pensamientos afiebrados iban y venían a zancadas delirantes. Sentado en el ómnibus que lo llevaba al lugar del crimen, extrajo de un portafolio el puñal con el que ajusticiaría a la infame.

Le quitó la vaina de cuero, lo tomó con la primorosa delicadeza que alguien sostiene a un recién nacido y miró el mango de plata y oro labrado por algún orfebre que seguramente se regocijó con tanta exquisitez.

El joven militar, de vistosa vestimenta, que ocupaba el otro asiento, carraspeó y le preguntó:

— Perdone el atrevimiento, señor: ¿podría decirme cómo llegó a sus manos ese hermoso puñal?

Rogelio salió tropezando de sus tenebrosas cavilaciones y le respondió:

— Es de mi esposa.

El uniformado tragó saliva y le dijo:

— Con ese puñal mi padre mató a mi madre porque una tal Mariana le hizo creer que se casaría con él.

(Este es el Artículo Nº 2.244)

domingo, 26 de octubre de 2014

¡Oh, estos rusos!


 
El uso del lenguaje participa, no solo en la comunicación sino también en la aceptación o rechazo del hablante. En este relato de ficción se plantea una situación irreal pero metafórica de ese rechazo a quien habla o escribe de forma diferente.



Estuvieron varios meses planificando el viaje a Rusia. Después de un tiempo alguien dijo:

— ¡¡Pero, che, es más divertido planificar un viaje que hacerlo, jajaja!!

Todos rieron a coro porque pensaban lo mismo. Además, las abundantes cajas de pizza y de cerveza que consumían mientras planificaban el viaje eran mucho más baratas que el pasaje aéreo, los impuestos, el hotel, los taxis...

Mariana estaba particularmente entusiasmada porque ella adoraba Rusia, su gente, su historia, la arquitectura, el arte, los siglos de gobiernos totalitarios, el sufrimiento del pueblo, el frío confabulado con el hambre. Los rusos, para ella, eran el mejor ejemplo de resiliencia, de acero humano que se endurece con el batir de las peripecias.

La muchacha había llegado al extremo de estudiar el idioma como para leer los cuentos folclóricos en su versión original. Los otros tres confiaban en ella. En cuestiones de movilidad y de comunicación, Mariana sostenía un liderazgo discreto, sin imponerse, pero era obvio que la muchacha tenía las respuestas a la mayoría de las preguntas. Parecía Wikipedia.

Cuando terminaban cada reunión, ella y su compañero se iban a la cama a seguir conversando, muchas veces sin lavarse los dientes.

Mariana amaba a Iván. Él no se hizo un tatuaje para reafirmar su amor: se tiñó el cabello y la barba de un color caoba rojizo porque para ella así eran los rusos más adorables.

El viaje comenzó. Salieron los cuatro desde el aeropuerto de Carrasco (Uruguay). La amiga, muy aprensiva, consideró que el clima oscuro era de mal presagio, pero la única fecha en que podían viajar coincidía con un eclipse casi total de sol. Nadie le prestó atención a ese fenómeno cosmológico, pero la muchacha estuvo a punto de arruinarles el viaje con alguna actitud negativa. Finalmente partieron.

Cansadísimos por tantas horas de vuelo, llegaron a Moscú. La oscuridad era similar a la de Uruguay, el aire estaba frío, pero el humor y los abundantes preparativos les aportaron el buen ánimo que la situación requería.

Subieron a un taxímetro. Iván y el otro joven no paraban de hablar, de hacerse bromas. El conductor, sin mirarlos, extendió una mano enguantada como para que le dieran por escrito la dirección del hotel al que tendría que llevarlos.

A poco de salir de la zona les extrañó que nadie anduviera por las calles. Tampoco había vehículos, ni circulando ni estacionados. Tampoco sabían si estaba amaneciendo o anocheciendo. El coche avanzaba con cierta velocidad, tomando giros un poco bruscos. Los muchachos sintieron un ambiente opresivo. La más temerosa quedó pálida, la otra parecía tranquila.

Llegaron al hotel, se bajaron. Mariana se acercó al chofer para pagarle y se dio cuenta que este no estaba. El corazón se le congeló. Para no alarmar a los compañeros, dijo algo en ruso y entonces la imagen del chofer de guantes se le apareció completamente nítida. Le preguntó por el valor del viaje mostrando unos cuantos rublos, el hombre dijo un número, ella pagó.

Al intentar trasponer la puerta del hotel algo los detuvo con firmeza. Mariana dijo: «Buenos días», en ruso, y un botones ganó nitidez de forma casi inmediata, respondió el saludo y los dejó ingresar.

La situación se repitió constantemente hasta que regresaron.

Iván resumió la experiencia diciendo entre risas:

— Para estos tipos, si no hablás en ruso, no existís.

(Este es el Artículo Nº 2.243)

domingo, 19 de octubre de 2014

Los padres biológicos



 
Este relato refiere a nuestras preocupaciones sobre el origen de nuestra existencia individual y sobre la angustia que suelen provocarnos los deseos sexuales de la adolescencia.

Cuando cumplí nueve años mis padres se separaron. No hubo gritos, ni golpes, ni vidrios rotos, como en la casa de mi novia. ¡Ella sí que pasó mal con el divorcio de sus padres!, aunque es bueno reconocer que de a poco volvió la normalidad a su vida. Siempre me dice que es mejor que los padres se separen antes de verlos, y sobre todo, oírlos exhibiendo lo peor de la especie.

Aunque mis padres eran y son buenos conmigo, no fue mucho lo que extrañé con la separación. Debo decir que prefiero a mi mamá aunque no tengo nada que reprocharle a mi padre. Son dos buenas personas, aunque mamá es increíblemente seductora. Con todos, no solo conmigo.

Con sus 42 años, logra que los hombres se den vuelta para mirarla, que devoren con los ojos los senos vibrátiles, ni-grandes-ni-chicos. La cara es preciosa, divertida. Parece hablar con la mirada, parece acariciar con la sonrisa, parece desfilar cuando camina.

Aunque prefiero vivir con ella a vivir con mi padre, a veces tengo que escaparme al apartamento de mi novia porque hay cosas que me cuestan soportar.

Cuando se divorció consiguió un trabajo en el Instituto Nacional de Ópera, ubicado en un edificio suntuoso. Ocupa, ella sola, una oficina principesca, llena de obras de arte, de alfombras carísimas. La mesa escritorio es enorme y el sillón la convierte en una reina.

Sin embargo, desde hace unos meses comenzaron a llegar a nuestro apartamento algunos señores de voces llamativas, sonoras, graves, suaves, y con dicción impecable. Por algún defecto en la construcción del edificio, los sonidos del dormitorio de mi mamá son discretamente audibles desde el mío.

Sentí una oleada de calor en la cara cuando oí el primer sonido de goce animal proferido por un barítono. A mamá no se la oía pero fue entonces que huí abochornado al apartamento de mi novia.

Cuando algo similar volvió a ocurrir, busqué la oportunidad para establecer una rutina:

— Mamá, cuando pienses venir con alguno de tus amigos, comentámelo así combinamos algo con mi novia y no caigo en su casa sin avisar—. Estuvo de acuerdo aunque quiso saber la causa. Alegué un motivo tan trivial y falso que ya lo olvidé.

En nuestras conversaciones mencionaba mucho a un tenor y llegué a pensar que era su favorito. Me caía bien ese hombre, quizá porque se parecía un poco a mi padre y otro poco a mí.

Todo anduvo bien hasta que el acuerdo con mi madre fracasó por un olvido de ella.

Se ve que el tenor entró al apartamento sin que yo lo sintiera. Ellos no se dieron cuenta que yo estaba en mi dormitorio, y cuando salí de él para ir al baño, vi que el hombre, arrodillado, le practicaba una fellatio a la que, hasta ese momento, creí que era mi madre.

Ellos no se enteraron que los vi. Entré nuevamente a mi dormitorio y lloré. Desde aquella increíble revelación no paro de preguntarme. No paro de preguntarme una y otra vez. No paro de preguntarme: ¿quiénes son en realidad mis padres biológicos?

(Este es el Artículo Nº 2.242)

domingo, 12 de octubre de 2014

Mariana y sus hermanas



 
Las mujeres no solo son agresivas cuando defienden a sus hijos sino que también pueden serlo cuando desean gestarlos.


 
Marianita fue una buena alumna de sus hermanas. Las tres se encerraban en el dormitorio de la mayor y hacían mesa redonda sobre cómo enamorar a los hombres.

La del medio tenía información confiable porque cambiaba de novio con frecuencia. La mayor, sin embargo, aportaba ideas conservadoras, y resultaba creíble porque cada uno le duraba dos o tres años, hasta que ella misma decidía abandonarlos.

A los once años, Marianita experimentó lo que había oído tantas veces: una extraña pero agradable sensación en la vagina, los senos y, sobre todo, en las fantasías.

Fue así que, sin decirles nada, la pequeña comenzó a observar discretamente la casa donde vivía un sujeto de pésima fama, horrible vestimenta y modales propios de una educación ausente.

No es que ella quisiera retacear información a sus hermanas, pero tenía el presentimiento de que no la entenderían, de que considerarían que aún era muy chica para seducir a un hombre y de que, casi con seguridad, intentarían supervisarla con actitud maternal.

Mariana había sido advertida sobre la omnipotencia que suelen padecer algunas mujeres inmaduras, cuando desean a un varón para padre de sus hijos y suponen que él caerá de rodillas ante la más sutil convocatoria.

Una tarde, cuando ella suponía que el individuo estaría solo, probablemente durmiendo la siesta, se vistió de forma desprolija, con ropa que la madre ya había separado para donar, se puso una pizca de perfume en los muslos, y golpeó en la casa del futuro padre de sus hijos.

El desagradable, creyendo que era una pordiosera, abrió e intentó cerrarle la puerta en la cara, pero ella trancó la maniobra interponiendo su pie.

— Dejame entrar—, le dijo con serenidad.

El grandulón modificó la intención y soltó el pestillo para que la mujer decidiera. Entró.

— ¿Te gustan las mujeres?—, le dijo como para romper el hielo.

— ¿Vos quién sos? ¿Qué hacés acá? ¿Quién te mandó venir?—, dijo el hombre, notoriamente nervioso por una situación inesperada.

— Soy la adivina que vive en la otra cuadra y vengo a decirte que vas a ser el padre de mis hijos.

El hombre sonrió por el costado, escéptico, desencajado, tratando que la cara obedeciera su necesidad de ser burlón.

— ¿Me vas a fecundar o es que no te gustan las mujeres?—, dijo Mariana, acariciando con actitud masculina un seno del hombre.

Se quitó la larga camiseta que llevaba por única prenda, acarició el incipiente bulto como si en realidad fuera una vagina y notó, con indisimulada satisfacción, que al grandote quizá le gustaran las mujeres.

Como si lo hubiera ensayado durante años, extrajo el pene casi duro, empujó a su dueño para que cayera sobre un sillón Berger, lo montó y se movió con tal furia que la eyaculación no tardó en ocurrir. Se bajó del sorprendido semental, se acostó sobre una alfombra y le ordenó:

— Ahora besame los muslos.

El hombre no se movió. Quedó mirándose el pene que perdía tamaño, fuerza, valentía, agresividad, hasta convertirse en un niño bueno que deja de hacer travesuras para dormir la siesta porque se lo pidió la mamá.

(Este es el Artículo Nº 2.241)