domingo, 2 de agosto de 2015

El demonio de Mariana




Las personas religiosas prefieren no reconocer que sus creencias son supersticiosas, dominadas por el pensamiento mágico, claramente irracionales.

A Mariana le ocurren algunos hechos que ni ella ni nadie podrían explicar racionalmente, sin embargo le ocurren y podrían ocurrirnos a cualquiera de nosotros.

Ni la ciencia ni el sentido común pueden explicarnos todo lo que nos ocurre.



En aquel pueblo era obligatorio ser católico. Ir a misa era un deber ineludible. Todos cumplían con estos ritos, aunque se sabía que algunos no creían en Dios. No eran muchos, pero había ateos.

De los muy creyentes se podían considerar dos grandes grupos: los que amaban a Dios y los que le temían. Se los reconocía porque los que amaban a Dios se permitían algunas libertades en el cumplimiento de los rituales, mientras que los miedosos cumplían los ritos con puntillosa escrupulosidad.

Los curas organizaban paseos, bailes, campeonatos de fútbol, colectas. Los jóvenes tenían en la iglesia un centro de atracción, muy valioso debido a que el cine traía películas viejas y aburridas.

Mariana gustaba de varios chicos y llegó a ser la novia de algunos. En un ranking informal, había consenso en que la más linda era la hija del profesor de literatura, la segunda era la hija del ganadero y la tercera era Mariana, hija de un almacenero casado con una modista, escasamente vinculados con los pobladores. Baste recordar que eran de los pocos que nunca aparecían por la iglesia, no le debían ni al tendero ni al farmacéutico y no concurrían a los cumpleaños de nadie.

Mariana se sorprendió de sus propios sentimientos cuando le llegó la noticia de que su compañero de clase Abelardo Guillén se iba a la capital porque quería ser cura.

Pasaron los años y aquellos liceales dejaron de verse, emigraron a otras ciudades del país, algunos se casaron, otros se divorciaron, unos enviudaron.

A Mariana le interesaban pocas cosas. Disfrutaba mirando telenovelas y programas de archivo. Hizo algunos cursos sobre temas de gastronomía, tuvo una hija con un policía que no tardó en abandonarlo..., hasta que vio en la televisión a Abelardo Guillén: enorme y precioso varón, sonriente, con cara de buena persona. Se lo entrevistaba porque se había reunido con el Papa.

Cuando terminó la nota periodística se fue corriendo al baño y ahí pudo comprobar lo que hacía años no le ocurría: otra vez había en sus ojos un chispazo notoriamente diabólico. Quería modificar esa expresión facial pero los músculos no le obedecían, como si respondieran a una voluntad ajena. Los labios apretados, los ojos convertidos en dos líneas, las mejillas de mármol: blancas y endurecidas.

Entonces recordó que en la adolescencia Abelardo tuvo para con ella un desaire que jamás pudo perdonar. Pudo olvidar hasta ahora, pero jamás pudo perdonar.

Con el mismo descontrol que observó en su gesto de malicia, empezó a observar cómo toda su naturaleza se preparaba para la guerra. Quería destruir a Abelardo.

El sacerdote fue ascendido en las jerarquías eclesiásticas de la capital y ella no demoró en presentarse ante él para ponerse a las órdenes en lo que fuera necesario.

Con gran sigilo se le fue acercando hasta que pudo ser aceptada con naturalidad en los ámbitos más privados de la catedral.

Ella comenzó a sufrir conflictos afectivos, éticos, religiosos. Sin perder el deseo de destruir a aquel hombre también padecía oleadas de deseo erótico. Sentía que el cuerpo a veces se tensaba inequívocamente y otras veces pensaba en cómo seducir al hombre que había debajo de los hábitos..., y que décadas atrás osó desairarla.

Aunque ella no lo supo, la suerte la estaba ayudando. Él comenzó a padecer crisis de fe. El aumento de las responsabilidades llegó a su vida en uno de los períodos más críticos para su vocación. No se animó a decírselo a nadie. En el Vaticano estuvo sometido a mortificantes interrogatorios pero todo hizo indicar que logró engañarlos haciéndoles creer que su religiosidad carecía de fisuras.

Mariana tuvo suerte porque algo de su antiguo deseo se estaba actualizando ahora. Ella sentía que la relación con el hombre fluctuaba. A veces crecía y a veces se empequeñecía. Abelardo había empezado a masturbarse con más frecuencia. Sentía terror de que algún informático supiera qué película miraba obsesivamente.

El deseo de la mujer fue cada vez más audaz, más penetrante, más inescrupuloso. Llegaron al máximo peligro buscando unos antiguos registros en la parte inferior de un gran mueble de madera. La proximidad física fue electrizante. Él tuvo que abandonar la búsqueda para masturbarse. Los cuerpos, con 41 años, pueden encenderse como una hoguera.

Ella comenzó a sentir que este deseo sexual y aquel deseo de destruirlo subían apoyándose mutuamente.  Ni él ni ella se animaban a explicitar lo que les ocurría. Él pensó en abandonar el sacerdocio. Ella, segura de que nunca podría formar un hogar con aquel hombre, prefería verlo muerto. Él se masturbaba pensando en las mujeres de la película pornográfica y a veces en Mariana. Tenía sueños de muerte, de accidentes terribles, veía cuerpos despedazados. Perdió el apetito y comenzó a adelgazar. Sus sermones eran cada vez más repetitivos y aburridores. Los fieles se miraban extrañados.

Una beata casi le tira la puerta abajo. Aún no eran las seis de la mañana. «Se nos muere el cardenal», gritaba, fuera de sí. Mariana caminó, medio sonámbula, hasta la puerta de calle. «Se cayó del campanario. Quizá ya está muerto», sollozaba. Mariana tardó en entender. Algo (o alguien) se movía dentro de su cuerpo. Sin salir del lugar, se miró en un pequeño espejo con forma de Virgen Niña y ahí estaba, otra vez el gesto demoníaco, esta vez con un cierto aire de triunfo.




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