Las personas religiosas prefieren no
reconocer que sus creencias son supersticiosas, dominadas por el pensamiento
mágico, claramente irracionales.
A Mariana le ocurren algunos hechos que
ni ella ni nadie podrían explicar racionalmente, sin embargo le ocurren y
podrían ocurrirnos a cualquiera de nosotros.
Ni la ciencia ni el sentido común pueden
explicarnos todo lo que nos ocurre.
En
aquel pueblo era obligatorio ser católico. Ir a misa era un deber ineludible.
Todos cumplían con estos ritos, aunque se sabía que algunos no creían en Dios.
No eran muchos, pero había ateos.
De
los muy creyentes se podían considerar dos grandes grupos: los que amaban a
Dios y los que le temían. Se los reconocía porque los que amaban a Dios se
permitían algunas libertades en el cumplimiento de los rituales, mientras que
los miedosos cumplían los ritos con puntillosa escrupulosidad.
Los
curas organizaban paseos, bailes, campeonatos de fútbol, colectas. Los jóvenes
tenían en la iglesia un centro de atracción, muy valioso debido a que el cine
traía películas viejas y aburridas.
Mariana
gustaba de varios chicos y llegó a ser la novia de algunos. En un ranking informal,
había consenso en que la más linda era la hija del profesor de literatura, la
segunda era la hija del ganadero y la tercera era Mariana, hija de un
almacenero casado con una modista, escasamente vinculados con los pobladores.
Baste recordar que eran de los pocos que nunca aparecían por la iglesia, no le
debían ni al tendero ni al farmacéutico y no concurrían a los cumpleaños de
nadie.
Mariana
se sorprendió de sus propios sentimientos cuando le llegó la noticia de que su
compañero de clase Abelardo Guillén se iba a la capital porque quería ser cura.
Pasaron
los años y aquellos liceales dejaron de verse, emigraron a otras ciudades del
país, algunos se casaron, otros se divorciaron, unos enviudaron.
A
Mariana le interesaban pocas cosas. Disfrutaba mirando telenovelas y programas
de archivo. Hizo algunos cursos sobre temas de gastronomía, tuvo una hija con
un policía que no tardó en abandonarlo..., hasta que vio en la televisión a
Abelardo Guillén: enorme y precioso varón, sonriente, con cara de buena
persona. Se lo entrevistaba porque se había reunido con el Papa.
Cuando
terminó la nota periodística se fue corriendo al baño y ahí pudo comprobar lo
que hacía años no le ocurría: otra vez había en sus ojos un chispazo
notoriamente diabólico. Quería modificar esa expresión facial pero los músculos
no le obedecían, como si respondieran a una voluntad ajena. Los labios
apretados, los ojos convertidos en dos líneas, las mejillas de mármol: blancas
y endurecidas.
Entonces
recordó que en la adolescencia Abelardo tuvo para con ella un desaire que jamás
pudo perdonar. Pudo olvidar hasta ahora, pero jamás pudo perdonar.
Con
el mismo descontrol que observó en su gesto de malicia, empezó a observar cómo
toda su naturaleza se preparaba para la guerra. Quería destruir a Abelardo.
El
sacerdote fue ascendido en las jerarquías eclesiásticas de la capital y ella no
demoró en presentarse ante él para ponerse a las órdenes en lo que fuera
necesario.
Con
gran sigilo se le fue acercando hasta que pudo ser aceptada con naturalidad en
los ámbitos más privados de la catedral.
Ella
comenzó a sufrir conflictos afectivos, éticos, religiosos. Sin perder el deseo
de destruir a aquel hombre también padecía oleadas de deseo erótico. Sentía que
el cuerpo a veces se tensaba inequívocamente y otras veces pensaba en cómo
seducir al hombre que había debajo de los hábitos..., y que décadas atrás osó
desairarla.
Aunque
ella no lo supo, la suerte la estaba ayudando. Él comenzó a padecer crisis de
fe. El aumento de las responsabilidades llegó a su vida en uno de los períodos
más críticos para su vocación. No se animó a decírselo a nadie. En el Vaticano
estuvo sometido a mortificantes interrogatorios pero todo hizo indicar que
logró engañarlos haciéndoles creer que su religiosidad carecía de fisuras.
Mariana
tuvo suerte porque algo de su antiguo deseo se estaba actualizando ahora. Ella
sentía que la relación con el hombre fluctuaba. A veces crecía y a veces se
empequeñecía. Abelardo había empezado a masturbarse con más frecuencia. Sentía
terror de que algún informático supiera qué película miraba obsesivamente.
El
deseo de la mujer fue cada vez más audaz, más penetrante, más inescrupuloso.
Llegaron al máximo peligro buscando unos antiguos registros en la parte
inferior de un gran mueble de madera. La proximidad física fue electrizante. Él
tuvo que abandonar la búsqueda para masturbarse. Los cuerpos, con 41 años,
pueden encenderse como una hoguera.
Ella
comenzó a sentir que este deseo sexual y aquel deseo de destruirlo subían apoyándose
mutuamente. Ni él ni ella se animaban a
explicitar lo que les ocurría. Él pensó en abandonar el sacerdocio. Ella,
segura de que nunca podría formar un hogar con aquel hombre, prefería verlo
muerto. Él se masturbaba pensando en las mujeres de la película pornográfica y
a veces en Mariana. Tenía sueños de muerte, de accidentes terribles, veía
cuerpos despedazados. Perdió el apetito y comenzó a adelgazar. Sus sermones eran
cada vez más repetitivos y aburridores. Los fieles se miraban extrañados.
Una
beata casi le tira la puerta abajo. Aún no eran las seis de la mañana. «Se nos muere el cardenal», gritaba, fuera de sí. Mariana caminó, medio
sonámbula, hasta la puerta de calle. «Se cayó del campanario. Quizá ya está
muerto», sollozaba. Mariana tardó en entender. Algo (o alguien) se movía dentro
de su cuerpo. Sin salir del lugar, se miró en un pequeño espejo con forma de
Virgen Niña y ahí estaba, otra vez el gesto demoníaco, esta vez con un cierto
aire de triunfo.
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