Casi todas las mujeres se preocupan por la belleza corporal.
Dentro de esa mayoría, una mayoría se preocupa solo por la
celulitis.
Mariana también focaliza su preocupación en una parte de su
cuerpo: las manos. Sufre mucho porque las encuentra feas...igual a lo que le
ocurre a la mayoría de las mujeres cuando intentan erradicar la celulitis, o la
flaccidez de algunos tejidos, o el volumen corporal.
Mariana se avergonzaba de
tener unas manos tan masculinas. Aunque todo su cuerpo era notoriamente
femenino, tenemos que reconocer que aquellas manos...
La piel era suave, sin embargo
los dedos eran fuertes, la palma enorme. Todo era mucho más grande pero sin
perder la armonía. Eran manos hermosas que sintonizarían
mejor en un cuerpo masculino especializado en tareas pesadas.
Quienes la conocían no
demoraban en resaltar aquel hecho. Parece que los humanos tenemos una psiquis
que incluye ciertas medidas, ciertas proporciones (proporción áurea), ciertos
diseños. Esta predisposición estética parecía no estar respetada al comparar
las manos con la suavidad de la nariz,
con la forma casi perfecta de
sus grandes ojos marrones, con las superpobladas pestañas, con el bosquejo oval
de su rostro.
Aunque siempre se caracterizó
por tener una inteligencia normal ella tenía dificultades para mirar en los otros
algo más que no fueran las manos y hacer las comparaciones del caso. Antes de
dormirse, con la veladora encendida, recorría de memoria todas las que había
observado durante el día, mientras se miraba las propias, desde cerca,
alejándolas, el dorso, la palma, el color de un lado y del otro, el tamaño
masculino de las uñas, la cutícula.
Cuando se acercó a la pubertad
aumentó su preocupación por las manos. La invadió el terror de que se le
formara una nuez de Adán, como les ocurre a algunos varones. Muchas veces al
día se miraba el cuello, temiendo aquel rasgo masculino que agravaría la identidad
que ella deseaba tener.
Felizmente aquello no sucedió.
Sin embargo su voz cambió y comenzó a adquirir tonos cada vez más graves sin
perjuicio de lo cual se instaló una encantadora y llamativa mezcla de voz masculina con entonación suave, delicada
y, sobre todo, femenina.
Cuando la madre enfermó,
Mariana tenía 17 años. Esa circunstancia la puso en contacto con un talento que
se convirtió en vocación primero y en profesión después. La madre le pedía que
le leyera novelas de autores latinoamericanos.
Esas lecturas lograban que la
mujer tomara menos calmantes. La voz, dulce, melodiosa, cálida, ejecutada con
virtuosismo, era para la enferma una ducha sonora. La mujer juraba que los
textos leídos por Mariana le provocaban hasta sensaciones olfativas intensas.
El médico de cabecera de la
enferma contrató a la muchacha para que también leyera ante los micrófonos de
su emisora de radio. El éxito de estas breves emisiones hizo que se repitieran
en horario nocturno.
Paulatinamente el nombre de la
leedora fue ganando fama. Algunos aseguraban que se producían alivios y también
alucinaciones olfativas. Otros decían que con la audición nocturna dormían
mejor.
A los veinte años fue
contratada para que esas lecturas las hiciera en televisión.
Al principio todo fue igual:
Mariana leía directamente de algún libro, pero los técnicos del canal la
convencieron para que utilizara el estudio de los informativistas. Le costó un
poco adaptarse a la tecnología del apuntador
óptico (telepropter), pero el público no paraba de alentarla, de
expresarle admiración, gratitud, simpatía.
Un día, el cámara (cameraman)
más simpático y divertido, le dijo en voz baja: «Mirá que hoy te voy a tomar de
cuerpo entero, ¿te animás?». Mariana se asustó, se mordió el labio inferior y
le hizo una contraoferta: «Me animo si me conseguís un banco alto con
respaldo».
Esa noche marcó un antes y un después en la vida de la
muchacha. Comenzó la lectura con el encanto habitual pero ahora también
hablaban las manos. Desde atrás de cámaras le hacían gestos como si fueran
hinchas fanáticos pero sin audio. La situación fue creciendo a tal punto que
Mariana, mientras leía y pronunciaba el texto con todo el cuerpo, pudo quitarse
los guantes que no se quitaba en público desde la infancia.
(Este es el Artículo Nº 2.278)
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