Mariana tuvo una crianza especial, con una niñera
especial. Quizá fue por eso que llegó a la edad adulta con muy pocos miedos.
Mi marido es quien sabe cómo
se llamaba, porque en el Estudio Contable que administra le hicieron todos los
papeles para contratarla.
Según parece era de apellido
Gatica. Coincide con que ese fue el apodo que le pusieron unos empleadores
anteriores porque ella siempre andaba descalza y no se la oía cuando se
desplazaba por la casa.
Además era negra pura. Por sus
venas no corría una sola gota de sangre no-africana. Ella era como una gata
negra, una puma.
Era evidente su amor por la
negritud. Jamás intentó imitar a los blancos. No nos despreciaba pero estaba
orgullosa de su cuerpo, de su raza, de sus puntos de vista. Orgullosa de su
lectura africana del mundo occidental.
No quisiera ser paranoica pero
me parece que mi marido admiraba los labios de Gatica. En los micro instantes
que los he visto frente a frente, él dedicaba millonésimas de segundos extra a
mirarle la boca.
En última instancia fue
nuestra bebé quien decidió contratarla.
Cuando Marianita tenía
dieciocho meses era inquieta, llorona, excesivamente charlatana. Yo la quería
—como toda madre, por supuesto—, pero me tenía un poco harta con la excesiva
cantidad de tiempo que tenía que dedicarle.
Fue en esas circunstancias que
contratamos a Gatica, quien por entonces tendría unos veinte años.
Marianita y ella se
entendieron enseguida; fue por esa afinidad que ella se quedó con nosotros.
En cierta ocasión estuve a
punto de despedirla porque descubrí que en el fondo del inodoro había un
comprimido de Ritalina. Esto explica que mis controles diarios del blíster
fueran ineficaces: no le suministraba a Mariana ese sedante recetado por el
psiquíatra.
A mi marido le costó
tranquilizarme y terminó de convencerme cuando me hizo ver que la niña estaba
realmente tranquila desde que Gatica se encargaba de cuidarla.
Me resultó muy conmovedor ver
la filosofía pediátrica de la mujer. No tenía empacho en interrumpir lo que
estuviera haciendo para permitir que Mariana se sentara en la falda, apoyara la
mejilla contra el seno desnudo y aspirara el perfume de aquel cuerpo, cerrando
los ojos en señal de éxtasis interétnico.
Una noche en que la muchacha
tenía su jornada semanal libre, me sentí más maternal que de costumbre y
tuvimos una charla con mi hijita adorada. Fue entonces que entendí por qué
nosotros somos blancos, rubios y de ojos azules, mientras que Gatica y toda su
parentela son absolutamente oscuras.
Según la pequeña, nuestros
abuelos nacieron donde casi no hay sol, donde casi no se ve el cielo. Por eso
la naturaleza nos dotó de cabellos como el sol y de ojos como el cielo.
— Ah!—, dije entonces,
perpleja. Enseguida se me ocurrió pensar que también por tener esos colores tan
maravillosos es que los nórdicos somos particularmente arrogantes.
También me enteré de algo
insólito. Según Mariana, Gatica era experta en contar la historia de Caperucita
Roja, desde el punto de vista femenino y desde el punto de vista masculino.
Según este último, el Lobo-Hombre no es tan temible como me lo explicaron a mí.
De esto hace ya más de veinte
años. Un día Gatica se fue sin hacer ruido (simplemente no se despertó).
Silenciosamente también, había
convertido a Mariana en una mujer tranquila, que no le teme ni a la negra
oscuridad, ni a las negras intenciones, ni a los negros prejuicios sobre los varones.
(Este es el Artículo Nº 2.250)
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