La economía de Rosario entró
en crisis. La muerte de su esposo fue lo peor que podía pasarle, aunque no
precisamente por razones afectivas. El párroco entendió lo que le estaba
ocurriendo y aprovechó para pedirle ciertos favores a cambio de comida para
ella y para su hija, Mariana.
La devoción de Rosario era
total y agradeció de rodillas esta bendición de Nuestro Señor Jesucristo.
El sacerdote se sintió casi
avergonzado por un acto de tanta sumisión. Rosario era una devota de las de
antes, como ya casi no quedan.
En poco tiempo ella recibió el
máximo homenaje a que podía aspirar en su vida terrenal: el cura le entregó las
llaves del templo. Ahora era Rosario la que abría las puertas, cuidaba la
higiene, atendía el jardín y la huerta.
Varias veces le pidió ayuda a
su hija Mariana, pero la muchacha sentía náuseas en aquel edificio y ante
aquella lúgubre vestimenta del sacerdote. Este tampoco sentía mucho amor hacia
la joven. Por algo se repelían.
En cierta ocasión el párroco
le comunicó a Rosario que tenía que hablar con ella. La señora se secó las manos
para escucharlo, pero el hombre le dijo que después, que ahora estaba ocupado,
que se lo recordara; y así la dejó, aterrada. Su precaria existencia podría
empeorar.
Pasaron semanas y meses sin
que se hablara de aquello. Rosario ya no sabía qué hacer porque la
incertidumbre y la curiosidad la carcomían. Al borde de la desesperación, la
mujer juntó coraje y se animó a recordárselo.
La amonestó por tanta
curiosidad, por ser tan ansiosa, por no saber esperar, y aparentando una
infinita condescendencia le dijo que se sentara en uno de los bancos de la
iglesia. Él también se sentó y le dijo:
— Creo que Dios se ha acordado
una vez más de ti—. Rosario quedó muda, sus ojos pequeños se agrandaron,
enderezó la columna vertebral como para acercarse más al Eterno y escuchó.
— Don Rogelio también es un
hijo predilecto de Dios. Nos ayuda cada vez que se lo pedimos. Esta iglesia no
se llueve gracias a Don Rogelio. Pues bien: como sabes, él también enviudó pero
hace más tiempo que tú. Ya hace muchos años que vive solo. Él es una persona
respetable, educada y con gran patrimonio. Un excelente vecino y mejor
creyente.
— Sí, por supuesto, es todo lo
que usted dice, padre— dijo Rosario, tratando de acortar los rodeos que estaba
haciendo el sacerdote para decirle lo que ella quería saber.
— Pues bien, él desearía que
Mariana fuera su compañera para siempre, quiere casarse con tu hija.
Rosario sintió una extraña
sensación en todo el cuerpo. Mariana tenía 17 años y Don Rogelio 61. Quizá esa
sensación incluía algo de asco. Los ojos volvieron a ser tan chicos como
siempre. Apretó el pañuelo que tenía en la mano y también las llaves. Sudó,
bajó la mirada. El techo que había reparado Don Rogelio cayó sobre su cabeza en
cámara lenta. Los escombros la aplastaban.
La mujer no sabía qué hacer.
La situación económica era desesperante y esta parecía una solución milagrosa.
Tardó varios días en encontrar
la forma de hacerle este planteo a la joven y rebelde Mariana. La veía feliz,
radiante, sana, digna de un destino mejor que unirse a un anciano que podía ser
su abuelo.
Cuando se animó a plantear el
desatino propuesto por el cura, Mariana la escuchó, sintió lástima de su mamá y
un incontrolable resentimiento.
Con los ojos encendidos por la
furia, el odio y la desilusión, salió a la calle casi corriendo. Llegó a la
iglesia, entró con su propia llave, fue directo al dormitorio del párroco y
entrando sin avisar, le grito:
— Escucha, pajarraco de
malagüero, te dije que mi madre es sagrada y que no tenías que meterla en
nuestros asuntos. ¿Qué tenías que andar confabulando con tu compinche Rogelio?
¿Piensan apartarme del comisario y de los diputados de la capital?— Salió dando
un portazo, regresó y, desde la puerta, volvió a gritarle:
— No quiero verte nunca más en
mi cama, ¡inútil desubicado!
El reverendo, en ropa
interior, miró el crucifico como para derretirlo.
(Este es el Artículo Nº 2.230)
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