domingo, 13 de julio de 2014

El hombre de campo



 
Sentada en una silla bajita, con asiento y respaldo de suela, Mariana tomaba mate. Ambos pies apoyados sobre el costado lateral, como si las plantas quisieran mirarse.

— El gaucho que abandona su tierra no es hombre de campo. Un gaucho nunca podría vivir en la ciudad, en un edificio de apartamentos, con piso de madera lustrada. Podrá vivir un tiempito, pero no tardará en volver a su casa.

El perro la escuchaba con su oreja almidonada, ladeando la cabeza ante cada concepto nuevo: ciudad, apartamentos, madera lustrada.

Mariana consumía una yerba traída de contrabando desde Brasil porque con esa filosofaba mejor.

— La mujer del gaucho es parte de la tierra del gaucho. Por eso él nunca podrá abandonarla por mucho tiempo. Tarde o temprano tendrá que volver con ella, así sea solo para morir en sus brazos—, continuó pensando en voz alta.

— La mujer que se comporta como parte del patrimonio de un hombre así, está siempre contenta, como el resto de la tierra cuando llueve, cuando graniza, cuando hay sequía, cuando sea—, continuó. — Está para que él la siembre cada vez que sea época. Después le alimentará el fruto hasta que esté pronto para ser cosechado y se vaya con el padre o con quien quiera irse. Es lindo ser tierra de un hombre de campo. Serle fértil. Estar ahí para cuando, llegada la época, él quiera sembrarle un hijo.

El animal estaba petrificado por la sabiduría milenaria de Mariana. Las plantas de los pies seguían mirándose.

En eso entró el hombre. Ella bajó la mirada y el perro se retiró discretamente, con el rabo entre las patas. La muchacha apoyó el mate sobre el piso de portland lustrado de la cocina, lentamente para no hacer ruido. Le pareció o la respiración del varón resoplaba como el fuelle que enardece la cocina a leña. De reojo vio que los pantalones se habían parado cerca de ella. La sangre rompió el hervor, las piernas la pusieron de pie y sin levantar la mirada fue derechito al dormitorio.

Se sintieron algunos gritos ahogados por la vergüenza, el perrito prefirió dejar las orejas caídas. Acomodándose la ropa, el sembrador salió, tan serio como había llegado, ahora preocupado por el caballo.

(Este es el Artículo Nº 2.229)

1 comentario:

Julia Abero dijo...

Permiso.....