Cuando Mariana tenía nueve
años los padres se divorciaron.
«¡Por suerte!», exclamó la niña, «no ser hija de
padres divorciados me tenía cansada».
Sin embargo, las cosas no eran tan fáciles. Los compañeritos del colegio
contaban una realidad diferente. Por ejemplo, su madre empezó a ponerse
regañona y su padre ausente ya no cumplía el ritual de sentarla sobre las
rodillas y rascarle la espalda, contándole increíbles historias donde la
protagonista se parecía a la niña fascinada.
Si este cambio estaba siendo
más complicado que la anterior vida aburrida pero previsible, entonces era
obvio que el futuro es temible. Mariana se convenció: los cambios siempre son
perjudiciales y el futuro es peor que el presente y mucho peor aun que el
pasado.
Ciertas dificultades para
comer, algunas incontinencias urinarias que la llenaron de vergüenza y de
miedo, la aparición de señales cifradas que solo ella percibía la fueron
induciendo a tomar una decisión sin consultar a la madre. Ella nunca la hubiera
comprendido.
Una de esas señales provenía
de los juegos de azar más populares. Al ver qué números salían sorteados,
sintió que todos eran fáciles. Iguales a los que ella utilizaba con soltura en
la escuela. Iguales a las interminables hojas que llenaba su mamá con
estresantes conjeturas sobre el presupuesto familiar.
Como no tenía dinero para
apostar, inició una investigación estadística tratando de encontrar la fórmula
con la que día a día jugaban traviesos en el bolillero, a las escondidas,
divirtiéndose y divirtiendo.
La mamá y la hija convivían en
armonía, especialmente porque cada una estaba ensimismada en sus números. Unos
que jugueteaban por llegar al fin de mes y otros, saliendo de su escondite.
Los años pasaron sin que ellas
lo notaran: tan abstraídas estaban en la obsesión por vivir y en la obsesión
por entender las picardías de los juegos de azar.
En el período liceal, Mariana
esperaba afanosamente las clases de matemática, con la esperanza de que le
surgieran nuevas hipótesis que explicaran los misterios de las casualidades.
Sin querer, indirectamente,
fue enterándose de algunas posibilidades, para ella muy ingeniosas pero
infantiles, sobre qué hacer con los números.
El cuerpo de Mariana comenzó a
traicionar su pasión. Sintió un enorme deseo de tener un hijo y así lo hizo con
un compañero de Facultad de Ingeniería.
Esta lucha entre los deseos
maternales y la búsqueda de la fórmula del azar la puso en conflicto consigo
misma. Llegó a un punto en el que sintió rechazo por las matemáticas, los
números, los cálculos, las fórmulas, quizá abrumada por la frustración de haber
dedicado tanto tiempo a algo tan estéril, siendo que tener un hijo la colmaba.
El matrimonio comenzó a
aburrirla. Prefería dedicar toda su existencia a ser madre.
Vivía humanamente feliz hasta
que lo descubrió. El pequeño pasaba horas en la computadora, llenando planillas
de cálculo, ensimismado, sin mirarla. Sin mirarla como ella necesitaba y como
seguramente su mamá también necesitó.
(Este es el Artículo Nº 2.228)
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