Roberto era uno de los tantos hijos de
Raquel, la esclava por opción del establecimiento agropecuario El Bosque.
Raquel sabía que no tendría problemas
económicos si tenía muchos hijos porque el dueño del establecimiento había
dicho a quien quisiera escucharlo: «Lo único que le pido a Dios es que Raquel
se muera después que yo».
Roberto salió con la piel casi negra y el
cabello rojo.
Nadie anduvo haciendo averiguaciones sobre la
paternidad del niño y pronto se instaló la leyenda campera, según la cual había
sido fecundado por dos varones diferentes, seguramente el mismo día, y más
seguramente aún, un domingo de tarde: todos sabían que a ella le venía una
profunda tristeza y que, en ese estado, amaba a todos, preferentemente a
varones inquietos.
Así de inquieto nació Roberto. En los últimos
meses de embarazo, la gente venía a acariciar el vientre de la madre para
emocionarse con las insólitas piruetas que hacía el futuro negrito pelirrojo.
Mariana era la hija única de una empleada del
establecimiento que compartía las tareas con la madre de Roberto.
Estos niños eran amigos, tanto jugaban al
fútbol como a los doctores. A la niña le gustaba ser golera o paciente,
dependiendo del humor de Roberto quien, además de muy inquieto, también era
autoritario.
A Mariana no le gustaba que le dieran órdenes,
ni siquiera la mamá, pero Roberto tenía tanto sentido del humor que, entre
bromas, chistes y monerías, terminaban jugando a los doctores o al fútbol
cuando él quería.
La niña era muy imaginativa y aprovechaba la
ingenuidad de su amigo para contarle historias tan insólitas que lo espantaban.
En todos los cuentos había seres malignos que se devoraban a los niños
traviesos. Roberto le creía, se angustiaba, tenía pesadillas.
Uno de esos cuentos refería a un misterioso
bosque, del que nadie había podido salir. Para peor, ese bosque estaba ahí,
detrás de una loma. Cuando lo miraban desde lejos, ella lo aterrorizaba
diciéndole cómo era por dentro: caluroso, húmedo, movedizo. El propio camino
hasta la densa enredadera que cubría la parte exterior, era inestable. Apenas
pisaban una parte del terreno, se notaba que la tierra era blanda, flexible,
mullida.
El pensamiento afiebrado del pequeño Roberto
lo torturaba cada vez más. Lo impulsaba a tomar el riesgo de avanzar sin
detenerse, sin importar nada, venciendo al miedo como si estuviera loco,
drogado, poseído por un espíritu alienante.
Y así lo hizo cierta vez que Mariana lo excitó
con demasiadas bromas sobre la pequeñez, la cobardía, sobre la piel negra con
el cabello rojo, comentándole cuánto le gustaban a ella los varones valientes,
audaces, decididos.
Empujado por su precoz hombría de 14 años,
sintió cómo las piernas lo llevaron hacia la enredadera, con la sensación de
que el pasado lo empujaba hacia el futuro, inhibiéndolo de volver atrás. Cuando
comenzó a pisar el terreno tierno, quiso retroceder pero la pared invisible del
pasado se lo impidió.
Arrastrándose por un orificio pegado al lodo,
logró traspasar la densa maya de fibras ensortijadas.
El pasado seguía empujándolo, la oscuridad fue
total aunque un arcoíris de perfumes parecía llenarle el interior de la cabeza.
Para su sorpresa, no tuvo miedo sino más curiosidad.
Sintió que avanzaba por una caverna tubular,
con paredes suaves, húmedas y flexibles. Todo el recinto se movía y se agitaba
con fuerza cuando él se apoyaba para no caer.
Finalmente llegó al fondo, los movimientos
sísmicos ondulatorios se intensificaron. Lo envolvían vapores perfumados y
acariciantes. Se divirtió tocando las paredes, el piso, el techo, el fondo. Al
hacerlo los temblores aumentaban la diversión. Se sintió como en una hamaca
sobrenatural.
Cuando el interior del bosque se aquietó,
Roberto salió al exterior, encandilado por el cambio de luminosidad.
Corrió hacia Mariana a contarle su historia,
pero la mirada de la muchacha era pícara, como si supiera lo que él venía a
contarle. Roberto también sonrió, quizá entendiendo que esta aventura la habían
tenido juntos.
(Este es el Artículo Nº 2.226)
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