Desde que fallecí, hace ya
varios años, mi amada hija anda tropezando por la vida.
Mi primo me dice que ella
tropieza porque todos los seres vivos tropiezan, pero insisto: ella tenía
devoción conmigo. Sé cuánto me lloró y estuve ahí cuando le contó a su analista
que hubiera preferido la muerte de la madre en vez de la mía.
Lo primero que hizo fue hablar
con una de sus amigas sobre cómo estudiar para monja. Esta joven más bien le
contó cómo se había desilusionado de los sacerdotes y hasta de Dios.
Cuando se convenció que un
noviciado no era para ella, ingresó como militante en una célula hiperactiva
del Partido Comunista. En ese caso sentí una especie de remordimiento porque yo
siempre había hablado a favor de la izquierda, pero lo hacía porque entre
nuestros amigos era bien visto tener estas ideas y porque a la familia de mi
viuda le ponía los pelos de punta. Toda la vida voté a los seguidores de
Abelardo Guzmán que si algo no era, era ser de izquierda.
Casi la llevan presa por
participar en una manifestación estudiantil y se asustó tanto que tuvo que
entrar en análisis. Eso me pareció bien porque yo también me analizaba con una
anciana lacaniana maravillosa, que clarificó mis ideas.
No sé si le gustan los
hombres, las mujeres o ambos. Lo cierto es que sus relaciones son más bien
experimentales, practica un sexo recreativo, aunque los tipos se vuelven
bastante locos por ella. El cuerpo que tiene es muy atractivo. Algunos
disfrutan invirtiendo en ropas, peluquerías, maquillajes, para exhibirse en su
compañía. Ella pronto se aburre y los abandona.
Les cuento todo esto porque
ayer, un hermoso domingo de otoño, rechazó una invitación que parecía divertida
para visitar enfermos en el Hospital Licandro.
Se la notaba dispuesta a pasar
lo peor posible. Era obvio que se trataba de un paseo auto flagelante,
masoquista, inútil.
Deambulaba por los corredores,
tratando de encontrar algo que la sacara del profundo aburrimiento, cuando al
pasar por una sala del sector masculino le llamó la atención que solo una cama
estuviera ocupada.
Allá fue mi Marianita. Saludó
al paciente, un anciano de ojos tan viejos que ya estaban casi totalmente
celestes. Le pidió permiso y se sentó en el borde de la cama.
— ¿Por qué estás acá?— le
preguntó ella, como si fuera una integrante de la tripulación del nosocomio.
— ¿Usted quién es?—, preguntó
el hombre, con tono avergonzado, temeroso.
— Me llamo Mariana. Estaba
aburrida en mi casa y quise pasear en este hospital. Miré, vi que estabas solo
y se me ocurrió charlar contigo.
El hombre quedó pensativo,
mirándola, con las manos apoyadas sobre el estómago. Hizo algunos gestos con la
nariz y la boca y comenzó a hablar.
— Hace un mes que me curé pero
como no tengo a dónde ir, las muchachas me van dejando, no sé hasta cuándo.
— ¿No tenés familiares?—, le
interrogó tomándole la mano, y le llamó la atención la suavidad y la tibieza.
— Sí y no. Calculo que tengo
más de 15 hijos, pero mis piernas fueron mi perdición.
Mariana frunció el entrecejo,
extrañada. Él siguió.
— Cuando era casi adolescente,
entré a un baile de adultos, vi a una mujer sola, de pie, muy bien vestidita,
moviéndose sin compañero. La tomé por la mano y ella me siguió. Luego bailamos,
hice todo lo que quería con ella. Me comporté como un hombre que sabe dar
órdenes al compás de la salsa. Ella se movía como un ángel. En poco rato pude
declararla de mi propiedad, con gestos autoritarios, armónicos. Yo mismo veía
todo eso que salía de mí y también veía el efecto hipnótico que le provocaba.
Con ella debuté sexualmente. Sentí en mi piel lo que provoca una mujer
enamorada con el hombre que eligió para padre de sus hijos.
— ¿Y?—, mi Marianita no pudo
disimular su fascinación.
— Ella quedó embarazada y tuve
que abandonar a mi madre porque mis cuñados y suegros me querían matar. Eso me
pasó una y otra vez. Fíjate, tengo casi 80 años, soy indigente, tengo hijos por
todos lados, casi ninguno de ellos sabe dónde estoy, aunque me las he ingeniado
para hablarles sin darme a conocer. Nací en Costa Rica, viví en Colombia, en
Argentina y ahora estoy acá, viviendo de la caridad de la gente, sobre todo de
las mujeres.
Me di cuenta que en Mariana
estaba creciendo una interrogante crucial para su existencia, pero no me daba
cuenta qué estaba pensando exactamente.
Con los ojos llorosos, le dijo
al anciano: «Ya vengo». Fue a la administración, habló con una nurse y cuando
volvió, le dijo al hombre:
— Vamos para mi casa. ¿Te gustaría compartir la pobreza conmigo?
El anciano pensó como si tuviera otras opciones, pero sin decirle nada,
comenzó a vestirse y allá salieron en un taxi rumbo al apartamentito de mi
adorada hija, que seguramente estaba tratando de encontrar a alguien que me
remplace. No le va a ir bien. Sé que este será otro fracaso de ella. Este es un
embaucador, vividor, vago, proxeneta fracasado. Se va a meter en un lío del que
no podrá salir así nomás. Le va a ir mal. Estoy seguro.
— ¿Además de engreído, celoso?—, dijo la voz del primo.
(Este es el Artículo Nº 2.225)
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