sábado, 18 de agosto de 2007

El felpudo antibalas

Yo estaba con una amante —la casada— en un lugar que podría ser un patio con árboles y teníamos que entrar a una especie de corredor que, por lo ancho, parecía ser el de un liceo.

Alguien nos advirtió que adentro había un hombre que nos quería atacar. Ella me dijo algo así como «entonces no entramos» y yo le dije algo así como «nos cubrimos con esto».

«Esto» era un pequeño felpudo de moquete color amarillo, con un borde blanco de hilo tejido. Para mí que es uno que está en la casa de mi suegra y que lo compró porque era barato y se lo pusieron dentro de la casilla de la perra.

Entramos, ella pegada detrás de mí y yo protegiéndome con el felpudo amarillo. Enseguida vimos al hombre que estaba sentado en un cajón de cerveza, con los codos apoyados confortablemente en sus muslos y sosteniendo con ambas manos un enorme revólver con el que inmediatamente nos apuntó. Yo puse el felpudo bien cerquita del cañón y empecé a rodearlo porque nosotros íbamos para un lugar que quedaba detrás de él.

El hombre era un funcionario que trabajó conmigo cuando estuve en la aduana antes de que me llevaran preso. El revólver era uno que antes de dormirme habían mostrado en una documental, en la que explicaban que la mayoría de los grandes pistoleros del lejano oeste eran prácticamente sordos por el ruido que hacían estas armas. Recuerdo que pensé cuántas personas habrían muerto injustamente porque el matón había entendido mal.

Cuando llegamos a la puerta del salón al cual nos dirigíamos —siempre retrocediendo y protegiéndome con el felpudo—, entramos con un último salto, muy velozmente. Alguien dijo ahí cuál era el motivo por el que este sujeto estaba ahí amenazando a todo el mundo y yo dije «¡ah no! eso yo no se lo permito a nadie» —este tipo de estupideces también suelo hacerlas despierto— y salí a su encuentro, pero ahora sin el felpudo.

Apenas había dado un par de pasos hacia el hombre, sentí el estampido y algo que me golpeaba en la base del cuello. Este sueño ya se había convertido en una pesadilla. Fue ahí que dije «¡la quedé!» y empecé a trastabillar. En ese momento me desperté.

Medio dormido sentí un ¡ooohhh!, gritos ahogados, sillas moviéndose agitadamente y cuando abrí los ojos me di cuenta inmediatamente que ¡me estaban velando!

Mi mujer, mi suegra y mis dos cuñadas se apretujaban ante la puerta queriendo salir de la habitación y un jovencito que no conozco, con cara de espanto me preguntó: — ¿Te-te-tenés hora?

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