sábado, 5 de diciembre de 2015

Chantaje navideño




      Te enteraste, ¿verdad?—, preguntó Alberto con voz llorosa.
      Sí, ¡siempre el mismo flojo! ¿No te das cuenta que es otra de sus trampas para salirse con la de él?—, respondió Mariana, levantando bastante la voz.
      ¿Pero cómo podés ser tan calculadora, fría, insensible? Recibimos una tarjeta con el logo de la funeraria—, increpó Alberto, ahora lloroso e indignado con su hermana rencorosa.
      Pensá un poco! Vos concebís a nuestro padre sin manipularnos, sin causarnos problemas, sin hacer todo lo posible para que vivamos pendientes de él?—, casi gritó Mariana.
      Con Mirtha estamos organizando todo para viajar al funeral. ¿Vos qué vas a hacer?
      Seguir con mi vida, por supuesto. ¿Te pensás que él se merece que alguno de nosotros se tome muchas molestias? ¡No cuenten conmigo!—, vociferó la hija, ahora indignada ella también.
      Bueno, ya veo que has tomado una resolución inflexible. Hablaré con Rosalía. Capaz que podemos viajar los dos matrimonio juntos.
      Está bien, mis dos hermanos menores son igualmente crédulos y sensibleros. Quizá si se juntan puedan forman uno solo como para enfrentar a ese crápula que nos gestó.
      ¿Te puedo hacer una pregunta?—, balbuceó el hermano.
      Sí, claro.
      Qué vas a hacer si cuando lleguemos a la casa de él te confirmamos que realmente falleció?
      Alegrarme, claro! ¿Qué voy a hacer? Pero no quiero hacerme ilusiones. Ese mal parido siempre nos ha cagado la vida sin obtener nada a cambio. Nos ha molestado solo por deporte, por el placer de enojarnos. Él quiere que intentemos recriminarlo y que por milésima vez nos haga callar, amenazándonos con desheredarnos. Es una lacra!
      Vos siempre te llevaste mal con él. ¿Qué vas a hacer si realmente murió y te dejó fuera del testamento?—, preguntó Alberto, seguro de que ella se había quedado sin respuesta.
      Quedate tranquilo. No sé cómo hizo la fortuna que tiene pero juraría que fue molestando, robando, explotando. Me haría un enorme favor si hubiera decidido morirse dejándome afuera de esa herencia sucia.
      No, Mariana, no podés hablar así de nuestro padre…
      ¡Cómo que no puedo? Me estoy controlando. Fijate que todavía no te dije que para mí es un hijo de puta. ¿Te das cuenta cómo me controlo?—, ironizó.
      No te entiendo. Cómo podés…?
      Ja! Se me ocurrió una idea. Los acompaño a ese supuesto entierro, pero con una condición. Si el viejo está vivo, yo lo mando a la puta que lo parió delante de mis cuñados y de mis sobrinos. ¿Aceptás?
      No, eso no va a ocurrir porque él falleció.
      Solo para ver si algún día se avivan vos y mi hermana, te aumento la apuesta. Si está vivo,  puedo mandarlo a la puta que lo parió y me mando a mudar dando un portazo; vos y mi hermanita me pagan el pasaje de ida y vuelta más la estadía de una noche en el hotel. ¿Aceptás la apuesta?
      Si me hacés esa apuesta es porque dudás si falleció o no.
      Claro que dudo! El chantaje funciona porque es verosímil. Él, tonto no es!
Finalmente viajarían Alberto con su esposa y dos hijos, Rosalía con su esposo y la hija, más Mariana, sola, sin el esposo y sin el hijo, porque sabía que el padre estaba vivo y no quería darle el gusto de que viera a su nieto.
Este plan no se pudo concretar por razones climáticas. Una tormenta de nieve provocó la cancelación de todos los vuelos. Intentaron comprar pasajes en tren, pero no encontraron tickets para los ocho.
Cuando se cercioraron de la imposibilidad de viajar, Mariana les dijo:
      Déjenme llamar a mí. Estoy segura de que él atenderá el teléfono—. Los hermanos se miraron asumiendo que no podrían evitarlo.
Expectantes, observaron ansiosos cómo ella intentaba comunicarse con el padre muerto. El teléfono no era contestado. Una sombra de duda recorrió su cara. Alberto tenía los ojos húmeros y Rosalía se mordía el labio inferior. Repentinamente Mariana enrojeció y gritó:
      ¡Papá! ¡La puta que te parió, papá! Sos una mierda!— y le tiró a su hermano el celular encendido para que lo barajara y continuara la conversación. Rosalía saltó de alegría, abrazó a su hijo y a su esposo. Los otros se quedaron paralizados, mirando cómo Mariana se alejaba, furiosa, abriéndose paso entre la multitud.
      Papito querido…, —siguió hablando Alberto, radiante de felicidad.

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