—
Te
enteraste, ¿verdad?—, preguntó Alberto con voz llorosa.
—
Sí,
¡siempre el mismo flojo! ¿No te das cuenta que es otra de sus trampas para
salirse con la de él?—, respondió Mariana, levantando bastante la voz.
—
¿Pero
cómo podés ser tan calculadora, fría, insensible? Recibimos una tarjeta con el
logo de la funeraria—, increpó Alberto, ahora lloroso e indignado con su
hermana rencorosa.
—
Pensá
un poco! Vos concebís a nuestro padre sin manipularnos, sin causarnos
problemas, sin hacer todo lo posible para que vivamos pendientes de él?—, casi
gritó Mariana.
—
Con
Mirtha estamos organizando todo para viajar al funeral. ¿Vos qué vas a hacer?
—
Seguir
con mi vida, por supuesto. ¿Te pensás que él se merece que alguno de nosotros
se tome muchas molestias? ¡No cuenten conmigo!—, vociferó la hija, ahora indignada
ella también.
—
Bueno,
ya veo que has tomado una resolución inflexible. Hablaré con Rosalía. Capaz que
podemos viajar los dos matrimonio juntos.
—
Está
bien, mis dos hermanos menores son igualmente crédulos y sensibleros. Quizá si
se juntan puedan forman uno solo como para enfrentar a ese crápula que nos gestó.
—
¿Te
puedo hacer una pregunta?—, balbuceó el hermano.
—
Sí,
claro.
—
Qué
vas a hacer si cuando lleguemos a la casa de él te confirmamos que realmente falleció?
—
Alegrarme,
claro! ¿Qué voy a hacer? Pero no quiero hacerme ilusiones. Ese mal parido
siempre nos ha cagado la vida sin obtener nada a cambio. Nos ha molestado solo
por deporte, por el placer de enojarnos. Él quiere que intentemos recriminarlo
y que por milésima vez nos haga callar, amenazándonos con desheredarnos. Es una
lacra!
—
Vos
siempre te llevaste mal con él. ¿Qué vas a hacer si realmente murió y te dejó
fuera del testamento?—, preguntó Alberto, seguro de que ella se había quedado
sin respuesta.
—
Quedate
tranquilo. No sé cómo hizo la fortuna que tiene pero juraría que fue
molestando, robando, explotando. Me haría un enorme favor si hubiera decidido
morirse dejándome afuera de esa herencia sucia.
—
No,
Mariana, no podés hablar así de nuestro padre…
—
¡Cómo
que no puedo? Me estoy controlando. Fijate que todavía no te dije que para mí
es un hijo de puta. ¿Te das cuenta cómo me controlo?—, ironizó.
—
No te
entiendo. Cómo podés…?
—
Ja!
Se me ocurrió una idea. Los acompaño a ese supuesto entierro, pero con una condición.
Si el viejo está vivo, yo lo mando a la puta que lo parió delante de mis
cuñados y de mis sobrinos. ¿Aceptás?
—
No,
eso no va a ocurrir porque él falleció.
—
Solo
para ver si algún día se avivan vos y mi hermana, te aumento la apuesta. Si
está vivo, puedo mandarlo a la puta que
lo parió y me mando a mudar dando un portazo; vos y mi hermanita me pagan el
pasaje de ida y vuelta más la estadía de una noche en el hotel. ¿Aceptás la
apuesta?
—
Si me
hacés esa apuesta es porque dudás si falleció o no.
—
Claro
que dudo! El chantaje funciona porque es verosímil. Él, tonto no es!
Finalmente viajarían Alberto con su esposa y dos hijos, Rosalía con su
esposo y la hija, más Mariana, sola, sin el esposo y sin el hijo, porque sabía que el padre estaba vivo y no
quería darle el gusto de que viera a su nieto.
Este plan no se pudo concretar por razones climáticas. Una tormenta de
nieve provocó la cancelación de todos los vuelos. Intentaron comprar pasajes en
tren, pero no encontraron tickets para los ocho.
Cuando se cercioraron de la imposibilidad de viajar, Mariana les dijo:
—
Déjenme
llamar a mí. Estoy segura de que él atenderá el teléfono—. Los hermanos se
miraron asumiendo que no podrían evitarlo.
Expectantes, observaron ansiosos cómo ella intentaba comunicarse con el padre
muerto. El teléfono no era contestado. Una sombra de duda recorrió su cara.
Alberto tenía los ojos húmeros y Rosalía se mordía el labio inferior. Repentinamente
Mariana enrojeció y gritó:
—
¡Papá!
¡La puta que te parió, papá! Sos una mierda!— y le tiró a su hermano el celular
encendido para que lo barajara y continuara la conversación. Rosalía saltó de
alegría, abrazó a su hijo y a su esposo. Los otros se quedaron paralizados,
mirando cómo Mariana se alejaba, furiosa, abriéndose paso entre la multitud.
—
Papito
querido…, —siguió hablando Alberto, radiante de felicidad.
…
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