Braulio fue un niño obediente, apegado al cine, a la
lectura, que nunca aprendió a bailar. Tampoco aprendió a nadar, pero no lo
necesitaba: donde él vivía solo había un arroyo de escasa profundidad.
Desde el liceo se destacó por tener calificaciones altas y
se desvivía por ayudar a Mariana, la jovencita muy corta de vista que lo
enamoró desde que fueron compañeros en la escuela.
Era simpática con todos, bailaba como ninguna y Braulio
estaba desesperado. Probablemente ella nunca le pidió ayuda en los estudios
porque temía generar expectativas sin futuro.
Cuando tuvieron 18 años, ella presentó a su novio. Un hombre
quizá de 30, antipático, mal deportista, mal bailarín, pero con un auto enorme
y lujoso que le complementaba todos los atractivos varoniles que pudieran
faltarle.
La mente de Braulio comenzó a complicarse. La obsesión por
Mariana lo atormentaba más y más. El cura trataba de calmarlo pero el muchacho
empeoraba. Hizo un intento de estudiar en el seminario, pero a los seis meses
volvió convencido de que solo quería endiosar a Mariana, verla aunque fuera una
vez por semana, en la misa de los domingos.
El deseo por la muchacha no era un deseo carnal. Braulio no
se masturbaba pero cuando la veía la boca se le llenaba de saliva. Tenía que
tragarla continuamente. A veces se le humedecían la comisura de los labios.
Estas alteraciones corporales lo preocuparon. Se asustó en
cierta ocasión en que, mirándola de atrás, vio cómo los pies de la mujer se
despegaban levemente del suelo. El corazón saltó en su pecho. Sintió que todo
el cuerpo latía. Necesitó tragar saliva más velozmente.
En una de sus lecturas descubrió la existencia de Jerusalén,
esa ciudad que el cristianismo, el judaísmo y el islam consideran Tierra Santa.
A partir de entonces Braulio sintió que Doña Yolanda, la madre de Mariana, se convirtió
en objeto de idolatría.
El muchacho, no sé bien si en su cabales o estando un poco
loco, comenzó a pensar que el deseo místico que sentía hacia la figura de
Mariana solo podía tener un cierto alivio adorando el cuerpo de Yolanda.
La anciana de 81 años notó que Braulio, aquel hombre de 53,
como su hija, había empezado a mirarla de una forma extraña. Él no sabía qué
hacer porque deseaba besar el cuerpo sagrado que había gestado y parido a Mariana,
pero con un destello de lucidez comprendía que la mujer nunca admitiría sus
pretensiones místicas.
Sus sentimientos lo impulsaron a buscar encuentros con Doña
Yolanda. Durante interminables horas ella pensaba en él, pensaba en el miedo
que le inspiraba, matizado por curiosidad y alguna fantasía erótica que se
reinstaló en su mente después de varias décadas de rigurosa viudez.
Una mañana de domingo se sintió sorprendida por el deseo
irrefrenable de afeitarse el vello púbico. Las manos le temblaban. No se
explicaba esa tarea tan ilógica, pero sentía placer al ver que ya no tenía
presente la ancianidad canosa en su vagina calva.
Acá se interrumpe la cronología de mi relato porque no pude
saber cómo Braulio y Yolanda intercambiaron alguna mirada elocuente durante la
misa de aquella misma mañana.
Solo sé que existió la ocasión en la que ella comprendió el
furor místico que inspiraba su cuerpo. Permitió que el adorador de Mariana
besara con pasión el vientre que anidó a la muchacha y que también besara la vagina
por la que nació.
La pasividad respetuosa de Doña Yolanda se interrumpió en el
tercer encuentro. Aun así, mientras sentía
sensaciones voluptuosas casi olvidadas, prefirió no involucrar al religioso
laico quien no paraba de besarle el vientre y la vagina.
Braulio aceptó que la anciana lo invitara, con un delicado
gesto, a lamer los senos descarnados: ellos también merecían ser objeto de
adoración mística porque habían alimentado a Mariana.
Sin embargo, una erección inesperada desplazo la pasión
espiritual y llenó la vagina intensamente lubricada.
...
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