jueves, 31 de enero de 2013

Las conclusiones apresuradas



 
Sacamos precarias conclusiones generalizando datos insuficientes y un refrán popular se burla de quienes no lo hacen.

En muchos artículos me he referido a una función mental que me llama la atención, pero también me preocupa, pero también me da bronca. Me refiero a la «metonimia».

Cuando alguien dice: «Fulano ya peina canas», para expresar que Fulano es una persona que tiene canas y que por lo tanto tiene muchos años de edad,  está igualando una característica de la vejez (las canas), con la vejez misma. Dicho de otro modo, está remplazando el efecto (cabello blanco) por la causa (envejecimiento).

Cuando alguien dice: «Fulana compró un Picasso», para expresar que compró una obra de Picasso, supone que el pintor y sus obras son lo mismo.

Cuando alguien pierde un examen, puede llegar a decir «no sirvo para nada», «nunca podré terminar mis estudios», «soy un inútil», porque está suponiendo que el fracaso aislado de un examen será igual en todas las futuras pruebas de conocimiento.

Cuando alguien recibe una respuesta negativa a su propuesta enamorada, puede llegar a pensar que nadie lo quiere ni podrán quererlo en el futuro.

Esta tendencia a generalizar con datos notoriamente escasos  parece estar en nuestro cerebro como método defensivo, de tal forma que si al recorrer un cierto camino tropezamos con una piedra, algo se active en nuestra mente para que nunca más hagamos ese recorrido.

Aunque esta sea una reacción equivocada, pues nos induce a sacar conclusiones de forma muy precaria, está reforzada con una refrán irónico por el que se nos recuerda burlonamente que «el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra».

Dicho de otro modo, nuestro cerebro saca defectuosas, precarias y pobres conclusiones, y un refrán popular reafirma esa forma de pensar.

(Este es el Artículo Nº 1.795)

miércoles, 30 de enero de 2013

Ya podemos horrorizarnos menos




Quizá ya no necesitemos el horror al incesto, ni el horror a la poligamia, ni tener tantos hijos para conservar la especie.

La humanidad se ha adaptado a las necesidades de la conservación de la especie en forma continua.

Al observar la prosperidad de nuestra especie, manifestada porque ya somos siete mil millones de ejemplares, podemos concluir con bastante seguridad que «hemos hecho las cosas bien» pues, nuestra única misión (1) de conservar la especie, está siendo cumplida satisfactoriamente.

Este éxito no significa que no podamos haberlo hecho mejor, con menos costos en vidas humanas, en deterioros del ecosistema, en otros daños colaterales evitables.

Cuando digo «otros daños colaterales» estoy pensando en aquellas soluciones que se siguen aplicando aún después haber desaparecido los motivos que le dieron origen.

Según postulo en varios artículos, la prohibición del incesto (2) se impuso para que los humanos vieran dificultada la satisfacción del deseo sexual más inmediato y precoz, precisamente para potenciar el impulso reproductivo que gestara más ejemplares de la especie.

Esta prohibición perdió importancia cuando el peligro de extinguirnos como especie ha bajado tranquilizadoramente.

Con el mismo propósito de imponernos normas culturales que potenciaran nuestro impulso reproductivo, en casi todos los pueblos existe la tradición de unirnos varones con mujeres en matrimonios monogámicos.

Entiendo que los seres humanos, al igual que los demás mamíferos, somos polígamos porque la copulación fecundante no necesitamos que siempre ocurra entre las mismas personas (horror al matrimonio abierto).

Lo que propongo pensar es que la prohibición de satisfacer nuestros deseos poligámicos ha dado lugar a que el deseo de amar a muchas personas se haya trasladado a tener muchos hijos para no tener muchos amantes.

Quizá ya no necesitemos el horror al incesto, ni el horror a la poligamia, ni tener tantos hijos para conservar la especie.


 
Otras menciones del concepto «poligamia»:

     
(Este es el Artículo Nº 1.794)

martes, 29 de enero de 2013

La ignorancia de lo que tengo prohibido conocer




Con pensamiento esotérico, religioso y dogmático, la ignorancia se justifica diciendo que un ser superior me ordena ignorar.

El pensamiento mágico, religioso, místico,  dogmático, aporta tantas ventajas que parecería ser un acto de inteligencia adherir a esa práctica, dejarse llevar por las intuiciones personales, someterse a lo que otros dicen sin hacer el mínimo esfuerzo por comprobar esos dichos.

Estudiar es algo esforzado siempre y cuando lo que se haga sea efectivamente estudiar.

Lo diré de otro modo:

— si lo que intentamos hacer es confirmar nuestras ocurrencias de cómo es la realidad y estamos dispuestos a abandonar nuestras suposiciones más intuitivas por conocimientos hasta cierto punto demostrables, eso es estudiar realmente;

— si lo que intentamos es aprender de memoria lo que ciertos personajes de nuestra sociedad (maestros, escritores, sacerdotes) sostienen en sus discursos, clases, conferencias, libros, entonces no estamos estudiando sino adoctrinándonos, estamos expulsando nuestras ocurrencias personales para dar cabida a las ocurrencias personales de algunos personajes que han trepado a la fama por alguna razón que ahora no viene al caso analizar.

Aprender es arduo cuando lo que intentamos es transformarnos, abandonar nuestras ideas infantiles para remplazarlas por conocimientos que alguien pueda confirmar.

Cuando al principio digo que «El pensamiento mágico, religioso, místico,  dogmático, aporta tantas ventajas que parecería ser un acto de inteligencia adherir a esa práctica, …», lo que intento decir es que con ese tipo de razonamiento es coherente afirmar que lo que no sabemos lo ignoramos porque algún ser sobrenatural nos prohíbe saber.

Así como según la leyenda bíblica, Adán y Eva fueron condenados por intentar comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, creyendo en esto podemos decir que todo conocimiento desconocido, no es desconocido porque no me tomé el trabajo de averiguarlo sino porque no debo saberlo.

(Este es el Artículo Nº 1.793)

lunes, 28 de enero de 2013

Madres hay miles



Es posible pensar que madre biológica suele haber una sola y que madres no biológicas pueden haber miles.

Eso de que «madre hay una sola» es cierto hasta por ahí nomás.

La mencionada aseveración es incuestionablemente cierta desde el punto de vista biológico. Somos gestados y paridos por una sola persona... aunque algunos métodos de reproducción asistida (fecundación in vitro, por ejemplo) relativizan la cantidad de madres que uno puede tener.

En todo lo demás, esa única madre deja de ser tan monopólica porque el concepto «madre» es algo que tenemos desarrollado en nuestra psiquis, a partir de múltiples experiencias de vida, en las que pueden participar o no las madres biológicas.

Las manipulaciones que recibe nuestro cuerpo en el comienzo de la vida, son esenciales para el desarrollo corporal, especialmente a nivel del sistema nervioso, pero también sobre cómo aprendemos a amar.

Este sentimiento (el amor), es imprescindible para que podamos ser todo lo gregarios que necesitamos ser para vivir en sociedad, para integrarnos a las redes de intercambio, incluida Facebook.

La noción de «mamá» tiene a nuestra madre biológica como la principal protagonista del fenómeno «dar y recibir» amor, pero si observamos con detenimiento vemos que otras personas también participan en el desarrollo de nuestra capacidad amatoria que, como dije,  determinará nuestra capacidad de integrarnos al colectivo donde vivimos.

No solamente los familiares más allegados tienen funciones maternas (que desarrollan nuestra capacidad de amar). Los desconocidos que nos miran con simpatía, los animales con los que interaccionamos, ya sean mascotas de nuestro hogar u otros con los que nos cruzamos en la vida.

Una casa cumple roles maternos porque nos abriga, nos protege de la intemperie, se asocia a gratos momentos de reunión, de juego, de trabajo.

Madre biológica suele haber una sola y no biológicas, miles.

(Este es el Artículo Nº 1.792)

domingo, 27 de enero de 2013

Los otros sentidos y los otros sentimientos




Nunca me gustaron los perros, excepto en fotografías.

Así es que, con más de 40 años, vine a caer en una trampa del destino: Mi hermana, que me cuidó con una devoción imposible de igualar cuando estuve 28 días internado con algo que parecía cáncer, pero que un día se fue sin dejar rastros, tuvo que viajar urgentemente a otro país y no tenía con quién dejar a su perra, Dulcinea.

No podía creer que justo a mí fuera a pasarme algo así. Hasta último momento estuve esperando otra solución mágica como la del supuesto cáncer. Soñaba con que ella me llamaría para decirme: «Joselo, quédate tranquilo que no tengo que viajar. Igual te agradezco tu buena voluntad».

Esa llamada nunca llegó y tuve que mudarme a su apartamento para cuidar a Dulcinea.

El escáner olfativo que me practicó me pareció repugnante. Me sentí vejado por una manada del malvivientes en el subte de Corea del Norte.

Mi hermana no sabía de mi fobia a los perros, pero Dulcinea fue de lo primero que se enteró y alguna constancia guardó en sus registros.

Traté de poner mi mejor cara para que mi hermana se fuera tranquila, sobre todo por su perra. Asumo que en la vida de ella yo era alguien de menor tamaño afectivo que el animalito. Así son las cosas, conmigo y con todos quienes tienen estos familiares de otra especie.

Me senté en un sillón individual del comedor a mirar a Dulcinea, como si esa fuera la postura que tendríamos ambos hasta que volviera la dueña de casa.

La perra me miraba a mí y yo miraba a la perra.

Por ahí levantó una oreja, vaya uno a saber por qué. Luego levantó la cabeza. Emitió un ronquido casi inaudible, pero enseguida retomó la postura anterior.

Comencé a mirar menos televisión porque esa postura ante Dulcinea me parecía más interesante.

A los seis días me di cuenta que algo había cambiado en mí, cuando al abrir la canilla del lavatorio, sentí el olor del agua. Cuando fui a desayunar una taza de café, también sentí el ahora muy intenso olor del azúcar... a pesar del aún más fuerte olor del café.

Cuando habían pasado once días de convivencia, sentía el olor del hierro debajo de la pintura, el perfume de alguien que utilizaba el ascensor y el pestilente comienzo de los vehículos madrugadores que circulaban 23 pisos más abajo de donde estábamos.

Por fin llegó mi hermana y cuando la vi la olí. Era el primer ser humano que veía desde que se había ido. Su olor me produjo un sentimiento de amor que me provocó lágrimas.

El regreso a mi casa lo hice en un túnel de olores y sentimientos que no pude procesar porque parecía que una mano enorme amasaba mis emociones con la violencia de un panadero contrariado.

Antes de entrar a mi casa, sentí el olor de mamá. Me di cuenta que la odiaba y que le tuve fobia a los perros para no reconocerlo, para no reconocer que la odiaba.

(Este es el Artículo Nº 1.791)