La familia Rodríguez-González, oriunda del departamento de Canelones, Uruguay, era similar a todas pero con una trágica diferencia: sus integrantes morían a muy temprana edad. Entre los 30 y los 40 años algo mortífero, (enfermedad o accidente), les ocurría.
Eso los mantenía precariamente unidos. En esa
ciudad se conocía la historia y nunca faltaba quien les hiciera algún
comentario de mal gusto.
Cuando estaban en buenas relaciones, era tema
recurrente comentar cómo la gente disfruta de la desgracia ajena.
Leonor, la segunda hija, sostenía que las
personas creen que la muerte de otros los exime de la muerte propia. «Si se muere el
vecino, no me muero yo», pensaba con ironía maliciosa; «no se dan cuenta que la muerte
alcanza para todos», concluía.
Guillermo,
sin embargo, era el hijo menor, el más rebelde, irritable, acusador empedernido
de esa genética terminal que lo amenazaba de muerte.
Toda su
existencia parecía tener como única misión luchar, (inútilmente, por supuesto),
contra esa «herencia maldita», cuyo origen nunca pudo develar con certeza.
Se dedicó a
estudiar el linaje de los ancestros paternos y maternos, buscando
fundamentalmente la edad de fallecimiento. Cada vez que confirmaba la escasa
longevidad, desplegaba más o menos el mismo rosario de insultos, golpes con el
puño sobre la mesa y portazos para encerrarse en su dormitorio, calzarse los
auriculares y escuchar a todo volumen su música predilecta: Adré Rieu.
Aunque los
médicos y los psicoanalistas insistían en asegurarle que ese destino genético
de los Rodríguez-González no era tan seguro, a Guillermo no se le escapaba que
esos profesionales sabrían mucho de sus especialidades pero compartían la
creencia mal disimulada en que tenemos un destino inmodificable.
La furia
del hombre había recrudecido con los años de insultos, golpes y portazos, pero
sobre todo, porque se acercaba la época en que su muerte era más y más
probable.
El día de
su cumpleaños número cuarenta, sin familia porque ya habían «perecido» los
padres y los hermanos, la angustia estaba en su máximo nivel. No pudo dormir ni
tomando los inductores del sueño que consumía en dosis cada vez mayores.
Imaginaba que así se sentirían los condenados a muerte..., porque efectivamente
estaba condenado a muerte.
Para darle
un último vistazo a lo que fue su malograda existencia, buscó los papeles
familiares que se guardaban en una caja de zapatos. Encontró la libreta verde
donde el Registro Civil de Uruguay anota la evolución familiar desde el
casamiento de los padres y descubrió que el único «hijo» no incluido era él.
(This is
the Article Nº 1.690)
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12 comentarios:
A veces nos malogramos la existencia sin sentido.
Siempre que nos estropeamos la existencia es sin sentido, en el sentido de que a nadie lo conviene estropearse la existencia. El sentido hay que buscarlo en el inconsciente.
Guillermo estaba furioso porque no aceptaba su destino. Quizás por eso pudo escapar de él. Que no estuviera anotado en la libreta no asegura un 100% que él no tuviese la misma herencia genética. Vaya a saber uno por qué no estaba anotado!
El destino se va construyendo en el día a día. No por los actos que suponemos voluntarios, sino por lo que nos va pasando y va pasando a nuestro alrededor.
La manera en que yo veo al destino es la siguiente: el tiempo es relativo. La luz de muchas de las estrellas que vemos en el cielo, es la luz que sigue llegando de estrellas que ya no existen, o que murieron, podríamos decir. O sea que lo percibido depende del tiempo y del espacio. Quizás nuestra vida ya terminó, sólo que en donde estamos todavía sigue sucediendo. Parados en otro lugar podríamos ver nuestro destino, es decir, todo lo que sucedió hasta el día de nuestra muerte.
En muchas zonas de Canelones-Uruguay, la vida termina alrededor de los 40. También sucede en África, Asia, Europa, Australia, los Polos...
Hay veces que nos quedamos parados en un lugar. Seguimos viviendo, a veces, pero nos quedamos sin vida. Continuamos respirando por inercia, comiendo porque hay que comer, casándonos, teniendo hijos, yendo del trabajo a la casa y de la casa al trabajo.
Tenemos sexo muertos y con muertos. Y no nos damos cuenta.
La condena genética, económica, sociocultural, etc, existe. Pero también existe el azar.
El azar del que habla Margarita, es parte de la condena. No elegimos por voluntad propia quienes somos ni quienes seremos. Nos proponemos metas y a veces las alcanzamos. Eso no fue por perseverancia o fuerza de voluntad. Fue porque el azar se dio de tal manera que fuimos capaces de ponernos una meta y cumplir. Las ganas también dependen del azar. El que sobrevive a una enfermedad terminal porque tenía muchos deseos de vivir, no eligió tener muchos deseos de vivir. Sólo los tuvo.
Sucede que en ocasiones disfrutamos de la desgracia ajena porque esa persona en desgracia nos hizo muy desgraciados.
También pasa como dice Ud. Pensamos que si le tocó a otro a mí no me va a tocar, y esa es una forma indirecta de disfrutar de la desgracia ajena. Pero yo soy tan asustadiza que cuando algo malo le pasa a cualquier persona que esté cerca de mí; pongo las barbas en remojo.
El origen de toda herencia maldita está en nuestra imposibilidad de aceptar lo que nos toca.
La frustración de Guillermo generaba su ira. Él daba portazos y golpes de puño en la mesa. Otros le pegan un balazo en el pecho al que se le cruza. Otros quedan tan deprimidos que no tienen fuerza ni para bajarse de la cama. Cada cual descarga la furia a su estilo.
El violín de Adré Rieu vivió con Guillermo muchos años. No era un violín cualquiera. Era una joya de madera. Él lo escuchaba a través de un aparato y así era como lograba tocarlo con sus manos.
Algunos vecinos dicen que ese Stradivarius le salvó la vida.
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