Nuestra mente se bloquea atemorizada para pensar ideas
diferentes a las que sustenta la mayoría.
Hans Christian Andersen fue un escritor para
niños que nació en Dinamarca en 1805 y que murió en ese mismo país setenta años
después.
Sus cuentos más divulgados fueron El patito feo y La sirenita, sin embargo me interesa hacerles un comentario sobre
otro cuento, menos conocido por los niños y más conocido por los
psicoanalistas, titulado El traje nuevo
del Emperador (1).
Se
dice que los cuentos para niños son una metáfora del mundo infantil, en la que
siempre están representadas las grandes figuras: el padre, la madre, el bueno,
el malo.
En
este cuento es probable que «el Emperador» sea una metáfora de la figura
paterna de los pequeños lectores.
Pues
bien, el personaje literario es un señor que gasta mucho dinero en vestimenta
y, aprovechando esa característica, un par de pillos decidieron estafarlo.
Para
ello le hicieron creer que eran capaces de fabricar una tela que sólo podían
ver las personas más inteligentes pero invisible para los tontos.
Los
estafadores sólo hacían movimientos como si tejieran con hilos invisibles para
los más tontos. Como nadie, ni el propio emperador, querían pasar por tontos,
todos mentían sobre la visibilidad del supuesto tejido.
En suma: El emperador no quería perder autoridad ante los subordinados y estos
no querían exponerse a las burlas que suelen padecer los realmente tontos.
Mientras tanto, los pillos seguían pidiendo más y más dinero para seguir «tejiendo la
tela invisible».
El comentario que intento compartir con
ustedes es que esto mismo ocurre con los prejuicios colectivos, con la
ideología dominante, con el pensamiento oficial: en todo colectivo creemos
tener la obligación de pensar como los demás y creemos tener prohibido
discrepar, por temor no sabemos bien a qué.
(Este es el
Artículo Nº 1.584)
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14 comentarios:
A menudo nos desvalorizamos como individuos. Tememos a discrepar con la mayoría porque creemos que nuestra opinión no vale demasiado. Si muchos piensan igual, suponemos que tienen razón.
Nos equivocamos cuando creemos que nuestra opinión no vale. Nuestras opiniones son el producto de nuestra experiencia. Reflejan de algún modo lo que somos.
Somos y valemos. Sólo por el hecho de ser, de existir.
Cuando opinamos estamos haciendo un aporte -sobre todo cuando discrepamos-. Las discrepancias nos ayudan a pensar. (Si tenemos la cabeza abierta y el respeto disponible).
Cuando formamos parte de un colectivo, existen fuertes lazos que nos unen a él. Esos lazos son sobre todo afectivos, de pertenencia.
Somos emocionalmente inteligentes, cuando cuidamos esos espacios comunes para no perderlos.
De acuerdo con Olegario, pero... siempre hay un pero. El problema está en que tenemos la idea -a veces equivocada, otras veces concordante con la realidad- de que si emitimos una idea diferente desde la base, a la idea de la mayoría, seremos segregados, exiliados del grupo.
A veces vale la pena inmolarse. Si nos exilian de un grupo por un asunto verdaderamente importante, puede que estemos abriendo caminos nuevos, que de última favorecerán a todos. Ya sea para avanzar, porque quienes en un primer momento rechazaron la postura luego la valorizaron, o porque otros diferentes pueden retomarla y enriquecerla, o porque a partir de nuestro error, nuestra idea equivocada, se puede refutar y servir para continuar adelante.
No creo que valga la pena inmolarse. El sacrificio nunca vale la pena. Si elegimos perder algo es porque lo que vamos a tomar, entendemos que será mejor. Entonces no estamos inmolándonos, estamos reafirmándonos, continuando nuestro camino. Camino que luego podrá o no, ser de otros.
Para animarse a discrepar hay que ser fuerte. Tenés que poder bancarte las agresiones y no tomarlas como tales. Son simplemente reacciones que nos pueden doler.
El emperador fue abusado a causa de su sobervia. Se creía demasiado inteligente. Por eso admitió ver lo que en realidad no veía. Se traicionó a si mismo.
Es fácil ver cosas que no son. A menudo vemos lo que queremos ver. Eso no es por sobervia, ni porque nos creamos demasiado inteligentes. Nuestra mente nos juega trampas y a veces con esas trampas nos ayuda. Otras veces nos perjudica.
A veces tememos discrepar porque sabemos que estamos en desacuerdo, pero no sabemos argumentar nuestras ideas. También puede ser porque nuestra idea es algo vaga y no podemos ponerla en palabras.
Si nuestra idea es vaga, es porque es perezosa. A esa idea le da pereza profundizarse. Se queda cómoda donde está y no se desarrolla.
No es sólo pereza, Filisbino. Pensar cuesta. Y como cuesta creemos que nos empobrece, que nos quita oportunidades de crecer, de afianzar nuestros vínculos con aquellas personas a las que consideramos valiosas.
En ese caso, Alicia, somos cobardes. Y le tenemos poca fe a nuestros amigos. Discutir honradamente afianza los vínculos, no creo que los empobrezca.
Ojo con los tontos! A menudo los que creemos tontos, nos dan mil vueltas.
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