domingo, 31 de mayo de 2015

La historia de ramoncito



 
Es probable que en esta historia de amor encontremos algo que pueda ayudarnos a darle un poco más de durabilidad a nuestros vínculos amorosos.

Mariana parece haber descubierto un recurso insólito para fortalecer su vínculo matrimonial. Quizá está copiando una característica extraña que posee el vínculo de los cristianos con Jesús.
 
Entre primas, hermanas y amigas, Mariana disfrutaba de la compañía de ocho mujeres. Ella era la única que no se había divorciado.

Vivía con su ramoncito, con una actitud intrascendente, con escasos sobresaltos económicos, pero con muchos sustos por causa de los hijos. Claro que, hoy en día, una familia con seis hijos TIENE que estar un poco más estresada que la misma familia hace cincuenta años.

Puede llamarle la atención que escribí ramoncito, siendo que lo habitual es utilizar una mayúscula para los nombres propios. Lo que ocurre es que, en este caso, ramoncito no es un nombre propio, un vocativo, como dirían los gramáticos, sino un adjetivo, esto es, «un modificador del sustantivo» (como seguramente seguirían diciendo esos profesionales del habla).

Ramoncito con minúscula pasó a ser un adjetivo entre quienes lo conocían porque Mariana no dejaba de utilizar esa expresión intrafamiliar para calificar. Algo bueno, bonito, barato, eficiente, trabajador, respetuoso, incansable y buen amante era, según ella, «un ramoncito», aludiendo de este modo a su inquebrantable satisfacción con el hombre que le había tocado en suerte.

Las ocho amigas y las amigas de las amigas, se burlaban un poco de esta idolatría, pero reconocían además que Mariana era «la salud caminando», como aseguraba la gorda Helena (tres veces divorciada y a quien no le paraba un solo varón, según diagnóstico de la Pocha).

Las burlas con ramoncito también estaban cargadas de envidia. Él seguía con la costumbre de caminar con una mano sobre el hombro de ella. Al verlos caminar por el barrio, eran UN matrimonio, UNA pareja. No inspiraban pluralidad sino singularidad. No era posible ver en ellos a dos personas sino a UNA pareja.

No les he dicho hasta ahora que yo soy la hija menor de Mariana. Si ella no hubiera sido mi madre, habría sido mi mejor amiga. Creo que yo era su predilecta, aunque no fui la que le dio menos dolores de cabeza.

La quise tanto que me peleé con mis hermanos para monopolizar el cuidado en el sanatorio y en el lecho de muerte hasta que, antes de expirar, me apretó la mano y me dijo «Chau».

Nunca había oído de un moribundo que se despidiera con tanta naturalidad.

Creo que la intimidad de la sala sanatorial fue determinante para que me contara lo que hasta este relato conservé como el secreto mejor guardado. Como ahora también murió ramoncito, ya no tiene sentido mi discreción.

¿Saben cómo hacía mamá-Mariana para mantener a su ramoncito como un rey, incapaz de abdicar al reinado que solo una esposa inteligente puede conceder? Muy fácil: simulaba que la penetración anal le dolía pero que gozaba infinitamente viendo cómo él gozaba. Me dijo: «Las mujeres que simulamos gozar sufriendo por el otro, nunca somos abandonadas. Por eso tantas gritan en el parto: para que el hijo nunca las abandone».

¡Una genia la vieja!

(Este es el Artículo Nº 2.270)

domingo, 24 de mayo de 2015

La ignición de Ignacio




 
Esta es la historia de una pasión que, desde hace años, está en la mente del lector. No está contada acá. Acá sí están los elementos suficientes para que el lector «recuerde» y reconstruya su propia pasión, tan llena de fuego como fue el amor entre los mexicanos Frida Kahlo y Diego Rivera.

 
Mariana fue la primera hija mujer de un matrimonio que ya tenía cuatro hijos varones.

Los padres no la esperaban pero trataron de poner la mejor buena voluntad ante este nacimiento.

Las tías, hermanas del padre y de la madre, fueron las que más se alegraron, porque también ellas fueron madres de varones.

Durante su crianza, muchas veces anduvo vestida con ropas y calzado masculino. No era fácil gastar dinero en ropa nueva.

La Naturaleza supo cuidarla. Casi nunca lloraba, comía y dormía bien. Amaba a una perrita de la tía más vieja.

Con la escuela y con el liceo nunca llamó la atención. Siempre pasaba de año con las calificaciones imprescindibles.

Lamentablemente, las desavenencias de los padres dieron lugar a que se divorciaran.

Cuando la madre quedó sola sintió necesidad de refugiarse en Mariana. Aunque era muy pequeña aún, era la única mujer.

A los 17 años ganó una beca de intercambio estudiantil que la llevó a vivir 14 meses en Holanda.

Mientras tanto, los hermanos, en pocos meses, consiguieron trabajo, novia y formaron sus respectivas familias.

La madre formó una nueva pareja con su primer gran amor: un buen hombre de cuarenta y pico de años que acababa de divorciarse de su esposa.

Skype mantenía a la viajera comunicada semanalmente. Para los familiares, Mariana estaba poniéndose cada vez más fría. Seguía las extensas conversaciones pero rápidamente empezaba a responder con monosílabos.

Al año de vivir en Holanda, la muchacha le planteó a la madre su interés en adoptar aquella otra nacionalidad. Comentó qué cómoda se sentía con las costumbres, el idioma y la idiosincrasia de ese pueblo.

La madre puso el grito en el cielo. Aunque Mariana no lo sabía, la señora ya había comentado entre sus hermanas la intención de que la única hija fuera la encargada de cuidarla durante los últimos años de vejez.

Aunque Mariana podría haber ignorado la voluntad de su mamá y quedarse a vivir en Europa como era su intención, volvió a la ciudad natal tan pronto venció la beca.

Cuando la muchacha llegó a su casa, la mamá estaba sola. Le había preparado su comida predilecta, pero en el aire gobernaba una triste alegría. La becada ya no era la misma. Se la notaba desvitalizada, más silenciosa que de costumbre. Como si sus deseos de vivir estuvieran en otra parte.

— ¿Qué pasa con tu compañero? Nunca lo vi ni me hablaste de él—, dijo la recién llegada como para romper el silencio.

— ¡Ja! Lo trajiste con el pensamiento. Ahí viene—, dijo la madre con un simulacro de alegría.

Cuando el hombre entró, Mariana estalló en un grito «¡Ignacio!» y se besaron cinematográficamente en la boca.

La madre sintió que una barra candente le subía por la columna vertebral: ya no tendría compañera en la vejez ni compañero en la actualidad.

(Este es el Artículo Nº 2.269)

domingo, 17 de mayo de 2015

El breve relato de Mariana


VideoComentario
 
Siendo la mujer la que seduce al varón, es la madre la que, en algunos casos, se enamora de su hijo. A esto se lo conoce como el Complejo de Edipo.
Algunas mujeres explican que están enamoradas de sus maridos porque éste les inspira fuertes sentimientos maternales.
En este relato, Mariana es una de esas madres.


Mi historia laboral hasta ahora indica que nací para jubilarme como empleado público.

Para convertirme en creativo y vivir de lo que realmente me gusta (el arte), formé un grupo de señoras para practicar danza libre.

En pocas palabras, esto es una gimnasia que nos enseña a redactar con el cuerpo el texto que nos indique la música. Es muy lindo y surgen excelentes ideas: poesías, leyendas, canciones.

Formé un divertido grupo compuesto por seis mujeres de entre 39 y 62 años. Todas casadas o en pareja, inteligentes, creativas, cómicas y, felizmente, poco competitivas entre ellas.

Un viernes de tarde el aire estaba pesado, había calor húmedo. No era clima para agitarse y por eso corté la serie de movimientos musicalizados diez minutos antes de lo previsto.

Les sugerí sentarnos sobre unos almohadones formando un círculo y les propuse algo:

— Ahora vamos a desarrollar nuestra creatividad de una forma más adecuada para un clima tan pesado. Las invito a que cada una cuente una brevísima historia personal en la que se relate una transgresión a la ley—. Ellas se miraron, rieron. Alguna se puso colorada, acordándose de algo con alguien, seguramente.

— Oh, qué momento!!— exclamó Zulema—. ¿Nos vas a grabar?—, agregó entre risas y acomodándose el cabello para lucir fotogénica.

— ¿Se pueden contar historias sobre crímenes, asaltos, copamientos, rapiñas?—, agregó Raquel, estallando en una sonora carcajada.

— Yo contaré una—, dijo Mariana, sin reírse y menos ansiosa que las demás.

— Dale, Mariana. Te escuchamos—, alenté acompañándola en la seriedad.

— Bueno, les recuerdo lo que les dije el primer día: Me llamo Mariana, estoy casada con Luis y tengo tres hijos: Ludovica, Ernesto y Jacobo. Somos una familia bastante común: viajes, fiestas de cumpleaños, mascota, peleas de baja intensidad—, dijo, y suspiró como para ganar coraje. Creo que todos sentimos que algo apretaba nuestra garganta. Yolanda lagrimeó, quizá porque no tiene una familia así y desearía tenerla.

— Ahora, mi brevísima historia. Seguramente a ustedes también les pasa como madres, que no quieren a todos los hijos de la misma manera. Mi predilecto es el varón del medio. Es tierno, inseguro. Me inspira mucha ternura. Con él es con quien sigo sintiéndome mamá porque sigue necesitándome...Bueno, creo yo que me necesita.— Se produjo un silencio raro. Algo flotaba en el aire cálido y húmedo. Digamos que flotaba angustia primitiva. No sé qué es «angustia primitiva», pero era lo que flotaba.

— Esteeeee…, resulta queeeee…, Ernesto tiene un pequeño negocio. Importa máquinas para carpinteros. A veces le va bien y otras más o menos. Me cuenta sobre lo que le pasa con los clientes, con los que no le pagan, con los empleados, con los proveedores, con la Impositiva, con el Banco de Previsión Social, con quienes le piden sobornos, con los negocios fraudulentos que le plantean a veces. Él no hace nada malo, o por lo menos eso es lo que me dice a mí. Él no sabe que yo soy mucho más flexible moralmente de lo que he tenido que inculcarles. Mi esposo y yo los hemos educado en el cultivo de la buena conducta. Bueno, pero esto no hace a mi historia.

En el salón volaba una mosca. Seguramente era sorda porque, de lo contrario, la tensión habilitaba para que «no volara una mosca».

— Anoche—continuó Mariana—, fui a su casa porque la esposa tenía que salir con los hijos de ambos. Empezó a contarme lo angustiado que estaba, cómo lo estaban presionando, que tenía dificultades para dormir. Le sugerí que consultara a un psiquíatra e hizo como que no me oyó. Me invadió algo increíble. Nunca antes había sentido tanto amor por alguien. Le acaricié la mano, él se puso de pie, yo también, nos abrazamos y tuvimos sexo. Bueno, está, esta es mi historia.

Gertrudis se puso a llorar tapándose la cara. Rosario, sentada a la izquierda de Mariana, le pasó un brazo por el hombro y le besó el cabello.

El grupo no volvió a reunirse. Abandoné el emprendimiento y, acá estoy, desempeñando un empleo público hasta el próximo intento.

(Este es el Artículo Nº 2.268)


domingo, 10 de mayo de 2015

¿Qué te ocurre, Mariana?





Quizá no sea la mejor elección que una mujer se prepare para el trabajo como si fuera un varón. Esta decisión podría ser un error estimulado por las feministas cuando se unen, sin quererlo, a los machistas. Es decir: virilizar a la mujer podría ser un error de las feministas machistas.

— ¿Cómo podés decirme «No sé, papá», con esa cara de tonta imperdonable?—, dijo Rodolfo, con el rostro fruncido por la desilusión, la bronca y vaya uno a saber cuántos sentimientos más alojados en su frustración.

— Sí, te entiendo, pero es la pura verdad. Ernesto me puede, es más fuerte que yo. Entiendo que él dice tonterías, que aporta datos falsos con la certeza de un nobel, pero me fascina. Todo mi cuerpo se derrite, se entrega—, respondió Mariana, tratando de calmar el desencanto de su padre, compañero de toda la vida, educado, hombre masculino y viril, ejemplar modelo de la especie y, sin embargo, tan diferente al varón que ella eligió para padre de sus hijos.

El hombre la vio avergonzada, con la cabeza gacha, las manos presionadas por las piernas, los pies mirándose y algo volcados, como acompañando el duelo emocional que cursaba su dueña.

La carrera universitaria de la muchacha prometía grandes cosas para ella, pero se atravesó este sujeto de lindas cejas, y todo se le complicó. «¡Malditas hormonas!», gritaba desgarrado el interior de Rodolfo.

— Podés explicarme un poco más—, casi rogó el hombre, desesperado por encontrar algo que calmara su dolor.

— Mamá me lo entendió. Es cosa de mujeres...—, comenzó a explicar la muchacha.



— Es cosa de mujeres y de hombres, porque acá el problema es cómo te deterioraste cuando apareció este pobre diablo...—, saltó el padre, desbordado por la ineficacia de las explicaciones que imaginaba de su hija.

— No es un pobre diablo, papá. Ernesto es trabajador, hace lo que puede, ...—continuó Mariana, nerviosa porque Rodolfo se notaba cada vez más irritado.

— Sí, claro, “hace lo que puede”, “hace lo que puede”, que es poco y nada. Al menos si lo comparamos con lo que vos podés hacer. ¿Cómo se te ocurre juntarte con alguien que no llega ni a la suela de tus zapatos?—, exclamó casi gritando.

La joven suspiró, sin levantar la vista, sin liberar las manos, sin enderezar los pies. Esta situación parecía no tener salida. El padre tenía razón: Ernesto era, objetivamente, un muchacho de muy pocas luces, definitivamente inculto, empleado en una tarea de baja calificación y peor remuneración. ¿Tendrían que vivir con el sueldo de ella? «¿Qué me está pasando?», se preguntaba, solidarizándose con el papá idolatrado, su dios personal, el monumento más importante de su poblado intelecto.

Para demostrar su habilidad en la parrilla, Ernesto se invitó a comer un asado comprado por ella.

En la barbacoa, comenzó el mortificante espectáculo de un muchacho que se siente el rey de la creación, la incondicional enamorada y el testigo resentido, como un pollo mojado, tratando de que su salvaje sed de justicia no tomara por el cuello al impostor.

El asador, mientras encendía el fuego, les «enseñó» al padre y a la hija la verdad del fútbol, qué debe saberse, qué no sabe la gente.

Mariana, embobada, le hacía preguntas insólitas y Rodolfo se decía «¡No puede ser!», «¡no puede ser!», «esta no es mi hija». «¿Qué hice mal?».

Para su sorpresa, el padre empezó a sentir que la situación se ponía excesivamente erótica entre los jóvenes. La actitud de la muchacha parecía al borde de la locura; el novio, entusiasmado, aumentaba el alarde de conocimiento; el suegro sintió necesidad de irse, y así lo hizo a grandes zancadas.

Incapaz de controlar su cuerpo, ella se hizo penetrar. Incendiados por Mariana, los jóvenes se unieron como leños y se devoraron.

Más desorientado que antes, el padre se vio masturbándose con la misma urgencia sexual que sintió su hija.

(Este es el Artículo Nº 2.267)