domingo, 26 de abril de 2015

Doña Mariana y sus dos maridos



 
Basado en la novela de Jorge Amado, Doña Flor y sus dos maridos, este relato cuenta una situación bastante sorprendente por la que pasó Mariana en su vida matrimonial.

Quizá evoca la reiterada insatisfacción que padece cualquier mujer en sus relaciones de pareja.

Con el ruido del secador de pelo, Mariana no oyó los insistentes llamados del timbre. Sin embargo, cuando lo escuchó y fue a atender, del otro lado del teléfono simplemente le dijeron con toda calma:

— ¿Me abrís la puerta?

Ella pensó lo peor, es decir, que el marido era un imbécil. Si no se olvidaba de llevar las llaves, se olvidaba de llevar la billetera o de saludarla el día del cumpleaños.

Mariana siguió aprontándose mientras él entró en el apartamento.

— ¿Qué hacés vistiendo ese traje?—, consultó ella con aspereza.

El hombre demoró en contestar. Finalmente le dijo que era ropa de su hermano; que se la pidió para ir al casamiento de la amiga de ella.

Hacía mucho que el esposo la tenía aburrida. El matrimonio se había empantanado. Las relaciones de alcoba no existían. Apenas se trataban como amigos. Lo único que conservaban era la desnudez, pero no con actitud erótica sino de la más absoluta indiferencia. Se desvestían igual que si el otro no estuviera. Más precisamente: igual que si el otro no existiera.

— Yo ya estoy pronta. ¿A vos te falta algo? ¿Podemos salir ahora?—interpeló, aunque con un tono menos áspero.

— Si, yo cuando llegué ya estaba pronto. Solo me puse un poco de perfume. Vamos cuando quieras—, dijo él con voz baja, quizá de preocupación, quizá de inseguridad. No sería extraño que la exuberancia de Mariana lo estuviera perturbando.

Una vez en el garaje, ella le preguntó:

— ¿Querés manejar vos?

— No, no. Vos lo hacés mejor que yo, aunque con ese calzado... Bueno, no es apto para conducir pero sirve para que tus piernas luzcan maravillosas—, comentó él como si estuviera hablando de cualquier trivialidad.

Mariana sintió que los muslos se le endurecían. También sintió que se le contraía la vagina, tan involuntariamente como les ocurre a las mujeres cuando estornudan o tosen.

Esta reacción de su cuerpo le produjo extrañeza. ¿Estaría sugestionada por lo que le contó la amiga de su noche de boda no oficial, cuando en secreto se casaron con el novio? Sí, la amiga fue muy explícita. Casi pornográfica.

— ¿Te acordás que antes, mientras manejaba, vos no parabas de acariciarme la nuca?—, dijo Mariana totalmente desconcertada con su recuerdo.

Él se quedó callado y ella se maldijo por haber dicho algo así, tan fuera de contexto de lo que es el matrimonio actual. Seguramente él no lo recordaba, como tampoco se acuerda de los aniversarios más importantes para una mujer.

Cuando traspusieron la puerta del salón de fiestas, ambos cambiaron repentinamente. Él la abrazó por la cintura, la atrajo contra sí, saludaron a los conocidos con gran entusiasmo. La noche empezó bien. Ella pensó: «Parece que se puso las pilas». Todo el cuerpo se erizó como si hubiese tocado un cable pelado. Ella también lo apretó mientras bailaban. Después de mucho tiempo sintió cómo el perfume la embriagó.

La velada fue todo placer. Nada empañó este extraño fenómeno de reenamoramiento.

Al regreso nuevamente manejó Mariana porque él había consumido mucho alcohol y marihuana. En este estado, no solo le acarició la nuca, sino que se comportó como un degenerado, soez, abusivo. Las drogas y la noche, en vez de eclipsarlo lo habían rebelado.

Cuando llegaron al dormitorio, a él le ocurrió algo insólito. Al penetrarla sintió que los genitales de ambos es habían agrandado e hipersensibilizado. Seguramente tuvo una especie de delirio corporal, sobredimensionando los volúmenes anatómicos y las sensaciones libidinosas. Ella padeció unos segundos de miedo cuando él tuvo un orgasmo sobrehumano. Felizmente todo volvió a la normalidad en dos o tres minutos.

«Normalidad» es un decir. En realidad ocurrió algo trascendente, jamás imaginado por ella o por cualquier mujer.

Una vez recobrada la calma, él volvió a fumar marihuana y a beber un poco más de alcohol. Ella, para distraerlo, le preguntó por qué dos por tres se olvidaba de las llaves.

Él se quedó callado, pero aún no se había dormido. En medio de una intensa cerrazón mental, le dijo:

— Yo no tengo las llaves de tu casa en mi llavero. Yo no soy tu marido, soy tu cuñado. Varias veces hemos realizado este plan con él.  Tú me amas a mí pero es mi hermano gemelo, tu marido, quien te ama a ti.

Se durmió.

(Este es el Artículo Nº 2.265)


domingo, 19 de abril de 2015

El padre de Mariana



 
Las mujeres también dependen de los varones: padres, hijos, esposos, gobernantes, maestros, deportistas.

Ese ser humano, único con útero y senos, interactúa con los hombres, influyéndose mutuamente.

En esta breve historia, vemos algo de todo eso.

Roberto nació ofuscado. No paró de llorar durante días. Mariana, su mamá, estuvo a punto de matarlo, pero felizmente nadie se enteró excepto ella misma.

La situación cambió cuando Braulio, el padre de Mariana, se dignó ir a visitarla.

Este hombre era rudo, cruel, severo. Temido y odiado por los subalternos y también por los superiores fieles al gobierno de turno.

Se recibió de abuelo en la misma semana que lo ascendieron a Mayor General del Aire, porque no había otro, porque no tuvieron más remedio, porque era una vergüenza que los políticos siguieran postergando esa designación, acelerando la carrera de otros con proclamada adhesión al Partido.

El enorme militar tomó entre sus manos a Robertito, pero enseguida se dio cuenta que con una sola también podía acunarlo. Le habló como a un subalterno.

— ¿Cuándo pensás dejarte de joder?—, le preguntó y el nenito se dejó de llorar.

— ¡Ay, papá, qué manera de hablarle a un recién nacido!—, lo rezongó la hija, aunque con un tono que decía: «Te adoro, bestia de Walt Disney».

— ¿Necesitás algo, ché?—, le preguntó a la parturienta.



— ¿Podrás mandarnos un subalterno mañana de tarde para hacer la mudanza de todo lo que trajimos al sanatorio? Según el ginecólogo nos darán de alta.

— Quedate tranquila. Le voy a decir a Luis que venga porque sos medio amiga de él. ¿Nada más?—, volvió a preguntar.

— No, papá. Estoy bien —, respondió, acariciando a Robertito que, liberado de la ofuscación perinatal, dormía.

— ¿Y tu madre? ¿Le avisaste que yo venía y se escabulló con el maricón que tiene por novio?—, le preguntó a la hija sin mirarla a los ojos.

— Mamá está bien. Quedate tranquilo. Me ayuda mucho.

Por esas cosas raras que tiene la Naturaleza, la tierna criatura se llevaba mejor con la rudeza del abuelo que con la ternura aterciopelada de las mujeres. El hombre sabía cómo hacerlo dormir. Podían pasarse dos o tres horas juntos, sin aburrirse y, por supuesto, sin hablarse.

Pero la carrera de Braulio venía de mal en peor. Mucho antes de la edad prevista, en un chequeo médico de rutina, el psicólogo lo declaró no apto para volar y se le pidió el pase a retiro prematuro.

No podemos saber si la evaluación psicológica de Braulio fue técnicamente correcta o alevosamente perpetrada por los enemigos políticos y/o militares. Lo cierto es que no pudo resistir el golpe. Quedó mal, quedó trastornado, con la mirada perdida, anorexia, gastritis, casi totalmente desganado.

Hizo algo que, según sus pocos amigos, nunca lo habría hecho.

En un edificio muy alto, en construcción, próximo al aeropuerto de la ciudad, consiguió que todos los días lo dejaran subir a la azotea, durante muchas horas, para mirar los aviones, para sentirse envuelto en el rugir de los motores a escasos doscientos metros de altura.

Conocía los horarios de todas las naves que llegaban por esa ruta. Exactamente encima del edificio. Trepado en el tanque de agua, los esperaba de frente, como para abrazarlos, para respirar profundamente hasta sentir el perfume del combustible carburado.

Eso lo calmaba. Le devolvía por un rato aquella mirada de dueño de sí mismo, de hombre pleno, capaz de enfrentarse a todos quienes ahora lo estaban haciendo morder el polvo de la derrota.

Mariana lloraba porque suponía que su papá se subía a esa altura para suicidarse. De nada valían los ruegos. Él solo encontraba alivio practicando su encuentro amoroso con los aviones que fueron la pasión de toda la vida, apenas superada por su amor a la hija y ahora por la sorprendente afinidad con Robertito.

Un atardecer, esperando el vuelo que aterrizaría a las 19:22, sintió que algo venía mal. El rugir de los motores no era saludable. Trepado en el tanque de agua, notó que la altura era ligeramente inferior a la correcta.

Todo ocurrió en segundos. El tren de aterrizaje pegó contra el tanque de agua, seguramente también golpeó el cuerpo de Braulio y este no supo nada más.

Era un buen hombre. Quizá antipático, pero ético. En la sociedad que le tocó actuar, pudo haber sido su nobleza la que más lo perjudicó.

Las noticias de esta catástrofe dieron varias veces la vuelta al mundo.

Seguramente Braulio hubiera hecho algún gesto de contrariedad cuando los investigadores informaron que los comandantes siniestrados tenían vencida la autorización para volar.

(Este es el Artículo Nº 2.264)


domingo, 12 de abril de 2015

Mariana y su hijo





 

Mariana es la madre soltera de un adolescente. Su vida es difícil. Sufre el acoso sexual de sus empleadores, pero parece que la Naturaleza es sabia y que a todos nos da algún elemento compensatorio que nos permita seguir viviendo.

A Mariana no le va bien con los hombres. Solo ha tenido suerte con Damián, su hijo de 14 años. Se lo concibió un patrón. Paradógicamente, resultó ser un hijo deseado de un padre indeseado.

Nunca terminé de entender si aquel hombre fue un chantajista, un abusador o un oportunista.

Los hombres veían algo en ella que los volvía locos. El deseo sexual en esta mujer parecía inexistente, sin embargo el amor que sentía por Damián era total, absoluto. No tenía espacio afectivo para ningún otro.

A la hora de dormir, cada uno en su cama, soñaban despiertos. Mariana deseaba un poco de tranquilidad y el muchacho imaginaba acciones terroristas que resolvieran las penosas injusticias que sufría su madre.

Cierta vez ella recibió un papel firmado por el jefe de personal de la única fábrica que había en la zona.

Al día siguiente, junto con los demás obreros, hizo la cola para entrar. Mostró su esquela al capataz; este le dijo que se ubicara en un rincón para no entorpecer el pasaje de los trabajadores hacia las diferentes máquinas.

Ahí estuvo observando las caras tristes y envejecidas, pensando que ese también sería su destino en pocos años. No se tuvo lástima. Más bien pensó que si envejeciera prematuramente, también prematuramente dejarían de asediarla los hombres.

La hicieron pasar a una gran oficina, impropia para la arquitectura del modesto poblado y una mujer, con aspecto de secretaria alemana, le dijo que se le ofrecía la tarea de servir alimentos y bebidas a don Rodrigo y a sus múltiples visitantes. Se la obligaría a estar uniformada y debería hacer horario corrido, desde las siete de la mañana hasta que el señor le diera autorización para retirarse.

No se animó a preguntar por el salario.

A poco de estar trabajando, el señor Rodrigo demostró ser otro abusador más en la triste historia del cuerpo de Mariana. Le hacía chistes soeces, le tocaba la mano como al descuido. A las dos semana lo sintió posarse fugazmente en su glúteo derecho.

Damián escuchaba las peripecias de su madre y se ponía furioso. El odio trepaba en el juvenil aparato circulatorio, dinamitado por una adrenalina rebelde, idealista y reivindicativa.

Pero todavía no había ocurrido lo peor. Una noche, Mariana llegó con la cara más triste que nunca. Cuando se miró en el trozo de espejo que colgaba en el baño, creyó ver cómo en un relámpago, una fugaz transformación diabólica.

Comieron en silencio y cuando apagaron la luz para dormir, ella le contó a Damián que el hombre le había ofrecido-amenazado tener sexo. De no aceptar, su puesto podría quedar vacante hasta que apareciera alguna otra que cumpliera con los requisitos exigidos.

Cuando el hijo la oyó le dio instrucciones con una seguridad que extrañó a la madre.

— Si ya decidiste aceptarlo, hacé lo siguiente—, dijo el hombre de la casa—. Decile que sí, siempre que puedan hacerlo en el campo y a la luz de la luna.

Mariana quedó sorprendida, pero la seriedad y hombría del muchacho la inhibió para tratarlo como a un hijo. Se sintió tan bien protegida que no dudó en cumplir aquellas órdenes.

Entusiasmado por el capricho erótico de su nueva esclava sexual, Rodrigo rejuveneció con los preparativos. El 28 de febrero habría luna llena. Irían a un campo de su propiedad, ideal para jugar a lo que a él más lo excitaba: correr desnudos, simulando una cacería, con ulterior simulacro de violación salvaje.

La noche parecía día. La luna, con su mayor luminosidad, convirtió a la pradera en un estadio preparado para una gala deportiva.

Mariana se sintió asqueada durante todo el camino porque Rodrigo le tocaba las piernas. Trataba de esquivarlo, nerviosa, pero a su pesar lo excitaba aún más.

El hombre detuvo su lujoso automóvil. La tomó de un brazo y se internaron en el pastizal. Se quitó la ropa, y con una erección impropia para su edad, comenzó a restregarse contra ella.

En Mariana crecía el rechazo y en él, las fantasías de violación. Agitaba el cuerpo como un diabólico bailarín para que su pene erecto también danzara.

Cegado por la locura, intentó quitarle la ropa; el grito de ella quedó ahogado por el estruendo de una explosión ensordecedora.

Quedaron petrificados. En solo segundos aquel mástil se desmoronó cuando pudo verse al lujoso automóvil envuelto en llamas.

Rodrigo, ahora con visible impotencia, cayó de rodillas, hizo un puchero infantil y rompió a llorar.

Se oyó el motor de una pequeña moto entre los aullidos desconsolados. Desde el camino, Damián le hizo señas, y ella, aun confundida, trepó al endeble ciclomotor.

Perplejo por este desenlace, no me di cuenta cuándo se alejaron.

(Este es el Artículo Nº 2.263)