sábado, 31 de agosto de 2013

El sutil beneficio de que existan delincuentes



 
La inseguridad pública empeora porque necesitamos estigmatizar a los delincuentes para reforzar nuestra placentera sensación de que somos muy honestos.

Pensemos algo conocido, pero desde otro punto de visa.

Una persona se inicia en la delincuencia robándole a un transeúnte el dinero y el celular.

El hombre se siente muy mal por la violencia de la situación, por el despojo, por lo indefenso que se sintió y por la convicción de que la justicia de su país quizá nunca descubra quién fue su atacante, porque solo se aclaran un 30% de los delitos.

La víctima llega a su casa desolado, angustiado, los familiares lo rodean, lo abrazan, lo acarician y el hombre comienza a recobrar su esperanza en el ser humano.

Sin embargo, a partir de ese terrible accidente, algo dentro de cada uno de los integrantes de ese grupo familiar, ampliado por los amigos, compañeros de trabajo y conocidos, habrá cambiado: el estado de ánimo predominante será el resentimiento, la sed de venganza, un deseo de justicia feroz, que incluye castigos ejemplarizantes y, más disimuladamente, el deseo de que ese delincuente nunca más circule por las calles.

Lo digo más directamente: en el corazón de esos ciudadanos surgirán ideas de castigo ejemplarizante, cadena perpetua y pena de muerte.

Imaginemos que este delincuente tenga tan mala suerte de ser atrapado, juzgado y condenado a una reclusión dentro de un establecimiento penitenciario.

Como su delito fue el primero, al egresar de la cárcel saldrá perfeccionado, será un delincuente avezado, informado, lleno de nuevas ideas, seguramente asociado, por medio de fuertes vínculos, a otros delincuentes que se convertirán en su familia.

En suma: habremos ganado un delincuente especializado, PERO, y esto es lo grave, los no-delincuentes lo necesitaremos como delincuente para, inconscientemente, reforzar nuestra placentera sensación de que somos muy honestos.

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(Este es el Artículo Nº 2.006)

viernes, 30 de agosto de 2013

El contexto social es un estuche



 
Nuestro contexto social se parece al estuche de una alhaja: nos contiene y nos conserva la forma.

El estuche de las alhajas está diseñado de tal forma que la protege, sobre todo contra golpes, no así contra el agua ni el fuego.

Dicho envase suele tener la forma de la alhaja ahuecada. En ese hueco el  valioso objeto cabe con justeza aunque no con desmesurada presión.

Además, está forrado de telas muy suaves, tales como terciopelo, seda, raso.

Es momento de pensar que el estuche es la piel de una joya que representa a nuestro cuerpo. Dicho de otro modo: «la joya» representa al propietario del valioso objeto.

Algo similar ocurre con otros objetos representantes de su propietario: el auto, la casa, el reloj, el celular, la ropa, los zapatos, los títulos universitarios.

No sólo objetos sino también personas: cónyuge, hijos, otros familiares.

Estos elementos nos aportan prestigio cuando aplicamos el proverbio: «Dime con quién (o con qué) andas y te diré quién eres».

Retomando el concepto de estuche protector en el que la alhaja cabe con justeza aunque sin presión, es momento de pensar que el estuche es el entorno, el contexto, lo habitual, la rutina, aquello que siempre está a nuestro alrededor y que parece contenernos, repito, con justeza pero sin presión.

Podemos pensar en el trabajo, la familia, el barrio, el club, el partido político, la iglesia.

Si podemos admitir estas comparaciones, podemos dar un paso más para decir que una persona en su contexto, al que siente como una segunda piel, termina por no saber si tiene la forma que tiene porque ella es así o porque el contexto no la deja ser de otra manera. Es como si no supiéramos si la joya conserva su forma por sí misma  o porque el estuche la obliga.

(Este es el Artículo Nº 2.005)

jueves, 29 de agosto de 2013

El uso menos visible de Internet




Internet también es usado para que los matrimonios conflictivos se distraigan, cada uno por su lado, y dejen de agredirse.

En una celda VIP, (dícese de las reclusiones para personajes importantes, influyentes, aunque no tanto como para ser impunes), se encontraron dos hombres que apenas se conocían.

Por tratarse de personas muy educadas, compartieron la pequeña habitación dándose muestras de cortesía, consideración, deferencia. Se escuchaban sin interrumpirse, moderaban los adjetivos para no descalificar al otro groseramente, se decían «buenos días» al despertarse.

También cuidaban de no ocupar mucho tiempo el minúsculo baño. Cuidaban el aseo de la celda y de la ropa.

Esto no duró tanto como ellos deseaban. La irritabilidad reprimida se dejó ver cuando uno de los dos levantó la voz para reafirmar su argumento en una discusión trivial.

El otro no tardó en hacer lo mismo «porque no podía ser menos».

Esa noche ya no se dijeron el generoso «que descanses y duermas bien»; al otro día, tampoco se saludaron. La hostilidad quedó instalada. Ya no se hablaban sino que se gruñían.

Un día, el más alto empujó al más pequeño y este le insultó a la madre. El más alto lo tomó por el cuello e intentó asfixiarlo durante pocos segundos.

Un guardia vio la situación y se lo comentó al responsable de la prisión, porque si algo le ocurriera a alguno de estos ilustres personajes caídos en desgracia, el partido de gobierno habría sido acusado ante la Corte de Derechos Humanos.

El salomónico director proveyó a los reclusos de una tableta a cada uno y la paz volvió a la minúscula celda. Quedaron mentalmente aislados y dejaron de pelearse.

Esta es una metáfora: los presidiarios conforman una pareja matrimonial y la solución para que no se lastimaran es la que usan muchas parejas hoy día.

(Este es el Artículo Nº 2.004)

miércoles, 28 de agosto de 2013

La seducción de los retratos




En una serie de retratos, cuando el modelo «nos mira», nos tranquiliza, pero cuando no nos mira, nos sentimos seducidos.

Este es un comentario sobre algo que todos conocemos pero sobre el que no se encuentran explicaciones.

Eso que todos conocemos son las fotografías en las que el modelo mira a la cámara o mira hacia un costado.

Lo que postulo como premisa es que cuando el fotografiado mira a la cámara luce menos seductor que cuando mira hacia uno de sus costados, como si estuviera mirando a otra persona distinta de nosotros.

Ahora imaginemos que el acto de mirar esa imagen equivale a estar con esa persona.

Para ser más claro, les pediré que utilicen como ejemplo la imagen de Penélope Cruz incluida en este artículo.

Esa imagen es atractiva porque en nuestra fantasía estamos sintiendo celos, porque nos preguntamos: «¿A quién está mirando con tanto interés?, ¿por qué ella no me mira solo a mí?»

Remitámonos a nuestra primera infancia, cuando la mirada de mamá era un indicador confiable sobre si contábamos con su imprescindible colaboración o esta ayuda estaba en duda porque mamá miraba a otros hermanos, o, peor aún, miraba a nuestro padre, quien notoriamente ejercía sobre ella un envidiable poder de atracción.

Al mirar esta imagen de Penélope Cruz mirando hacia su derecha o hacia su izquierda, varones y mujeres sentimos celos y estos celos hacen que ella nos atraiga más, nos magnetice, nos seduzca.

Claro que nuestro modelo debe mirarnos de vez en cuando. Algunas tomas deben «mirar al fotógrafo». Si nunca lo hiciera nuestra fantasía caería en el desánimo y lo abandonaríamos.

En una serie de imágenes, cuando «nos mira» aumenta nuestra tranquilidad y cuando no nos mira aumenta nuestra angustia y nos sentimos atraídos, seducidos, ansiosos de que vuelva a tranquilizarnos mirándonos.

(Este es el Artículo Nº 2.003)

martes, 27 de agosto de 2013

Confusión entre palabras y objetos



 
Nuestra mente suele confundir al símbolo con la cosa simbolizada. Creemos que una palabra es, tangiblemente, eso que significa.

«Saben ustedes que una palabra, tan solo una palabra, podría cambiar la situación de millones de personas...: «honestidad»»—, declamó dramáticamente el actor.

Bajo el hechizo del magnetismo actoral es posible que alguien acepte ingenuamente que este parlamento teatral profesa una verdad.

Efectivamente, nos ocurre a todos: las palabras pueden generarnos una suerte de fascinación que nos embriaga, adormece nuestro espíritu crítico, nos vuelve crédulos.

Por ese motivo, para algunos espectadores fue posible soñar con que una sola palabra, tan fácilmente pronunciable, se resuelve algo que no hemos podido evitar desde que el mundo es mundo: la honestidad.

Nuestras mentes se adormecen, pierden lucidez, se enamoran y pueden tomar decisiones fundadas en datos imaginarios, incomprobables, falaces.

Nos ocurre individualmente pero mucho más profundamente nos ocurre cuando integramos un colectivo afectado por el mismo estímulo: confundimos el símbolo con la cosa simbolizada.

Los soldados que van a la guerra cantando canciones de gloria, sienten que ya ganaron, la psicosis colectiva potenciada por el coro de voces estentóreas, fanáticas, inflamadas de pasión, los puede llevar a dejarse matar como moscas..., aunque en algunos casos, justo es reconocerlo, ese entusiasmo enfermizo hace que el enemigo se asuste y huya despavorido.

La estatua a la libertad que recibe a los inmigrantes que llegan a Nueva York ha sido muy persuasiva y le ha dado a ese pueblo la sensación y la fama de que es un modelo de democracia, de paz, de armonía, de progreso, aunque tendríamos que pensar que otra habría sido la historia sin esa estatua.

Los libros de auto-ayuda explotan este defecto mental: en base a puras palabras nos hacen creer que, al finalizar la lectura, todo estará mágicamente solucionado: ¡Error!

(Este es el Artículo Nº 2.002)