jueves, 28 de febrero de 2013

El libre albedrío de los enamorados



 
El enamoramiento da miedo por lo incontrolable. Quienes se enamoran se enteran que el libro albedrío quizá no existe.

Según mi creencia, el libre albedrío (1) no existe sino que es una ilusión compartida por la mayoría de la población mundial, lo cual la convierte poco menos que en una verdad incuestionable.

Algo similar ocurrió cuando todos decían que nuestro planeta está en el centro del universo, porque notoriamente, quienes confían en lo que ven no tienen más remedio que concluir que «todo gira a nuestro alrededor».

Quienes confían en la certeza de las percepciones son capaces de afirmar algo como «si no lo veo no lo creo», aunque luego tengan que reconocer que la Tierra no es el centro de nada, ... pero igualmente siguen diciendo, como al descuido, que el sol «sale» por el este, en vez de decir que «al sol comenzamos a verlo por el este».

Podríamos decir que el miedo es lo que nos pone en duda esa popular creencia en el libre albedrío. Creer que «hacemos lo que se nos antoja» solo funciona cuando no estamos acobardados por el terror de algo incontrolable, como es una enfermedad, un accidente, un terremoto.

Como la vida suele presentársenos de forma bastante monótona, no sentimos miedo, casi todo es previsible, ni pensamos en que algo inesperado pueda ocurrirnos.

En este contexto apacible es fácil suponer que tomamos decisiones autónomas, que controlamos nuestras vidas, que «querer es poder», pero cuando somos arrasados por las circunstancias, con nuestro libre albedrío «se nos antoja rezarle a un personaje imaginario», pidiéndole desesperadamente que nos saque airosos del escenario atemorizante.

Hasta el maravilloso enamoramiento puede provocarnos ese miedo que pone en duda si realmente contaremos con el omnipotente libre albedrío.

Quienes se enamoran saben que están determinados para obedecer a un sentimiento incontrolable.


(Este es el Artículo Nº 1.823)

miércoles, 27 de febrero de 2013

Solo amamos a quien nos satisface

 
Cuando mujeres y varones nos amamos es porque nos damos satisfacción a necesidades, que son distintas porque ambos sexos somos diferentes.

La pérdida de la noción temporal es una característica propia de nuestra modesta capacidad mental.

Los problemas provocados por las limitaciones de la inteligencia tienen a su vez la característica de que participan de un círculo vicioso, en tanto es la misma carencia la que impide conocerla.

Otro círculo vicioso, que se asocia al anterior, es el referido a la ignorancia, pues quien ignora también ignora lo que no sabe.

Por lo tanto padecemos dos dificultades que se potencian mutuamente en contra de los resultados intelectuales de los que somos capaces.

En suma: la poca inteligencia no nos permite comprender que somos tontos y la poca sabiduría incluye no saber que ignoramos.

Aprendimos qué es el amor cuando nuestra madre le dio satisfacción, en tiempo y forma, a nuestras necesidades primarias.

El pequeñito al que le calmaron el hambre, lo abrigaron, lo acunaron y lo higienizaron, sintió placer gracias a esa mujer que lo hizo pensar: « ¡qué persona tan amable!», es decir, ‘esta persona me inspira amor porque me complace’.

«Entonces se hizo el amor», podría parafrasear el comienzo del Libro del Génesis.

Aquel pequeño fue percibiendo que su sentimiento amoroso continuaba a lo largo del tiempo vinculándolo con quienes le daban satisfacción a sus necesidades y deseos: papá, «tía que mima y hace regalos», «maestra que me enseña con paciencia», «abuela que me prepara comida rica y me hace cuentos para dormirme».

Llegará un día en que las niñas, al sentir deseos de ser madres, elegirán a un varón que se sentirá muy orgulloso por ser elegido. Ella amará al varón porque lo necesita como padre de sus hijos y él la amará porque lo hace sentir importante.

(Este es el Artículo Nº 1.822)


martes, 26 de febrero de 2013

El embarazo de los grandes hombres



 
La viril aspiración delirante de gestar un hijo (en forma Premio Nobel, de proeza), busca construir a quien probablemente nos amará.

«Estoy seguro de que los varones tenemos envidia del útero y de los senos. Nos hacemos los indiferentes menospreciando a las mujeres de mil maneras» (1), pero organizamos la cultura imponiéndonos a fuerza de músculos y adrenalina, para que ellas nos pertenezcan, sean de nuestra propiedad, integrantes de nuestro patrimonio.

«Si no puedes con él, únetele», aconseja una sentencia antigua, pragmática, sabia.

Las mujeres más inteligentes no suelen ser las más lindas porque ocurre que la inteligencia se desarrolla hasta su máxima potencialidad solo por la necesidad de sobrevivir.

Es casi imposible que un ser humano saciado, colmado, satisfecho, logre hacer algo mejor que dormir la siesta.

En un artículo recientemente publicado (2), propongo la hipótesis de que es tan fuerte la necesidad de trascender, de hacer algo grandioso, que muchas personas, inconscientemente, se meten en situaciones EMBARAZOSAS, complicadas, riesgosas, solo para imaginar que están embarazadas, gestando la vida de un semejante.

Si nos detenemos a observar la existencia de esas grandes personalidades de la humanidad que han realizado obras asombrosas por lo complejas, importantes, costosas, arriesgadas, podremos observar dos detalles interesantes:

1º) Todas esas personas son de sexo masculino; y
2º) Ninguno de ellos logró hacer algo más valioso que un simple niño, gestado por una adolescente analfabeta.

Pero a los varones que nos metemos en grandes obras EMBARAZOSAS, no solamente nos importa trascender, calmar las aspiraciones narcisísticas de ser famosos, celebrados, admirados, también buscamos algo imposible, muy similar a la zanahoria que el burrito persigue en su ambición e ignorancia.

La viril y delirante aspiración de gestar un hijo (en forma Premio Nobel, de mega proyecto, de proeza), busca construir algo que nos provea amor.

(Este es el Artículo Nº 1.821)

lunes, 25 de febrero de 2013

Los otros humanos son nuestro espejo



 
Los otros seres humanos funcionan como espejos que nos devuelven un reflejo, que tanto podemos amar como rechazar.

Los vehículos terrestres disponen de espejos que le permitan al conductor ver lo ocurre detrás del vehículo. Suelen denominarse con el bello, aunque no muy creativo nombre de «retrovisores».

Si los humanos tuviéramos ojos en la nunca, no los necesitaríamos. Por lo tanto, los «retrovisores» son prótesis que compensan nuestra invalidez visual parcial.

Los espejos son artefactos infalibles. Nadie ha escuchado hablar de un «espejo descompuesto», que funciona mal, que atrasa o adelanta. Si hemos visto espejos distorsionantes, que nos devuelven una imagen alargada, ancha o deformada.

En este nivel de análisis todo parece muy sencillo, pero el reflejo de nuestra imagen puede ser más complejo y entonces las consecuencias de la distorsión dejan de ser divertidas para convertirse en irritantes, amenazantes, enemigas.

El reflejo de nuestra imagen también se produce cuando miramos a un semejante.

Si bien sabemos que el otro no es un espejo que está técnicamente obligado a devolvernos un determinado aspecto de nuestro cuerpo, algo esperamos que se siente frustrado cuando el semejante-espejo tiene otro color de piel, otras facciones que nos parecen desagradables, estéticamente inapropiadas.

Me consta que este punto de vista no está incluido en el sentido común, pero les pido permiso para olvidarme por un rato de dicha norma.

Las personas semejantes, con forma de humanos, que vemos personalmente, en fotografías o filmes, nos impactan como si fueran espejos, aún cuando sabemos que no lo son.

Esos «espejos» son bien venidos si nos devuelven un «reflejo» que nos da placer (por ejemplo, desearíamos tener el rostro de Marilyn Monroe, aunque suene descabellado), y estos «espejos» son mal venidos si nos devuelven un «reflejo» que nos desagrada (por ejemplo, no desearíamos pertenecer a otra raza).

(Este es el Artículo Nº 1.820)

domingo, 24 de febrero de 2013

La información desde el más allá



 
Aunque nos presentamos como cuatro interesados que cada uno consultaba por su cuenta, ellos tres fueron conmigo.

Estuvimos hablando mucho tiempo y me sentí cálidamente hermanado con estas personas que parecían sentir mi angustia como propia.

Desde pequeño siempre me sentí raro pues mi papá no me trataba como a los otros dos hermanos y mi mamá nunca permitió que me faltara nada pero, no sé, también tenía una forma de ser que me llenaba de dudas.

Cuando murió papá mis temores crecieron porque al velatorio concurrieron amigos del trabajo, conocidos del barrio, correligionarios del club político y gente imposible de identificar.

Sentí que ese día podía saber algo de mi historia, qué opinó la gente cuando mamá soltera quedó embarazada, qué reacción tuvieron los padres de ella.

Todos se reunían en pequeños grupos de 3 ó 4 personas, hablaban muy bajo y cuando yo me acercaba notoriamente cambiaban de tema.

En realidad no pude saber nada sobre qué pasó con el embarazo de aquella adolescente de dieciséis años.

Por esta falta de información fue que, con mis amigos, decidimos consultar a una médium que nos comunicaría con el espíritu de papá.

Me gustó que ellos tres estuvieran tan nerviosos como yo. Era una prueba inequívoca de solidaridad.

Luego de varias ceremonias un poco aburridas, sentimos la voz de papá.

Parecía cansado, triste o indiferente. Esta indiferencia me heló el corazón porque uno de mis grandes temores era que él no me quisiera porque fui el culpable de que tuviera que casarse demasiado joven.

La voz contó, usando un lenguaje muy grosero, dónde tuvieron sexo con mamá, qué cosas atrevidas ella le pidió, cuánto tiempo estuvieron desplegando una especie de carnaval pornográfico.

Me molestó que papá fuera tan despectivo para con aquella relación sexual que me había fecundado. Esto era algo que no me lo esperaba.

También me dolió que él siempre dijera «porque tu madre...» y nunca se refiriera a él mismo como padre.

Luego contó que mi madre quiso hacerse un aborto, que el padre, (mi abuelo), tenía todo arreglado, que la madre, (mi abuela), simularía un viaje para despistar algunos rumores.

Habló de que mis llantos no lo dejaban dormir y que lamentó una y mil veces que la abortera estuviera presa.

Al salir de la consulta mis amigos estaban tan destrozados como yo. De todos modos se apretaban contra mí, quizá para ayudarme a caminar aunque disimulando cuánta lástima les inspiraba.

Días después sentí la necesidad de contárselo a mamá. No omití nada.

Ella empezó a bajar la mirada, quizá avergonzada porque, según dijo, no sabe quién fue mi padre.

(Este es el Artículo Nº 1.819)