domingo, 30 de septiembre de 2012

Después de Charles Atlas





Sufrí la etapa escolar como tantos niños en mi pueblo. Yo solo quería leer revistas que me prestaba el quiosquero porque le caía bien. El veterano bonachón a veces era furiosamente insultado por una mujer vieja como él que podría ser la esposa. Parece que el hombre no era inteligente para los negocios y llevaba poco dinero a su casa.

En la contratapa de esas revistas estaba lo que más me gustaba: la publicidad del Curso de Charles Atlas, un hombre que tenía todo el aspecto que yo deseaba para mí.

Tuve la suerte de conseguir ese curso en una feria barrial. Solo le faltaban unas pocas lecciones.

Mis cuatro hermanos me mantenían alejado de mis padres porque ellos siempre pedían con más insistencia que yo. A mí me molestaba tener necesidades y me resultaba imposible pedir. Siempre andaba merodeando por la cocina a ver si conseguía algo de lo que habían dejado quienes almorzaban o cenaban.

Quizá no se dieron cuenta que un día me fui a la gran ciudad y solo me despedí del quiosquero. Si él no les contó a mi familia, esta no se dio cuenta de mi ausencia.

Caminaba por una calle céntrica cuando vi que me seguía un auto muy largo con vidrios oscuros. Al rato desapareció, pero de otro auto común y corriente se bajaron dos hombres enormes que me obligaron a dar un paseo.

Me pusieron una capucha, me obligaron a acostarme en el asiento trasero y dimos muchas vueltas.

Me llevaron a una habitación palaciega y dos enfermeros me quitaron la ropa, me bañaron, me dieron de comer unas verduras desabridas y me ordenaron acostarme en una cama con sábanas negras, resbaladizas y brillantes.

Poco rato después entró una enfermera con una bandeja, me pidió que le exhibiera el pene y me aplicó una inyección indolora en el prepucio. Luego me puso una pastilla azul debajo de la lengua y se quedó hasta que esta se disolvió totalmente.

Cuando empecé a sentir calor y una incontrolable erección, entró una mujer de unos cincuenta años que me dio otra inyección, esta vez intramuscular, que me provocó un loco deseo de hacerle el amor.

Esta rutina se repetía varias veces por semana, estaba incomunicado, casi nadie me hablaba, pero el tratamiento para tener sexo con la señora nunca falló.

Una noche entraron unos enmascarados y me raptaron.

Escribir esto es mi última voluntad. Un sacerdote mal peinado dijo unas palabras inaudibles y parece que una enfermera me inyectará algo letal. Quizá la señora no pagó un rescate porque no se dio cuenta de mi ausencia.

(Este es el Artículo Nº 1.703)

sábado, 29 de septiembre de 2012

La desconfianza científica



   
Existe una «desconfianza científica» gracias a la cual podemos seguir buscando con confianza, verdades mejores que las que ya tenemos.

Probablemente el dato esencial sobre si la salud mental es aceptable, es antipático, molesto, irritante. Me refiero a la duda.

En su mayoría, los procesos mentales rígidos, inamovibles, estereotipados, son una característica presente en los funcionamientos mentales problemáticos.

Claro que también puede ocurrir que la DUDA sea la rígida: una persona que no puede dejar de dudar también está en problemas. Quien nunca puede cambiar de tarea porque nunca da por terminado lo que está haciendo, padece una compulsión que dista de ser saludable.

Como vemos, las patologías mentales son más difíciles de diagnosticar que la gripe, una fractura ósea o una enfermedad eruptiva.

A pesar de este irritante nivel de relativismo, en algunos términos podemos ponernos de acuerdo.

La paranoia, también llamada psicosis interpretativa, se caracteriza porque sus delirios son tan sistematizados (coherentes, estructurados) que parecen maravillosas percepciones de la realidad en las que la mortificante DUDA está ausente. El paranoico que explica su inflexible punto de vista, nunca podrá ser convencido de otra cosa: está patológicamente seguro.

Cuando un paranoico desconfía de algo, todas las pruebas por él encontradas no admiten la menor duda: si cree que lo persiguen, todos dudaremos de su situación menos él.

Sin embargo la desconfianza no patológica es una forma de pensar imprescindible para el progreso de la ciencia.

Este tipo de «desconfianza científica» es útil para no creer que las verdades son verdades definitivas sino que es posible confiar en que existen otras verdades mejores.

La gran confianza en que no está dicha la última palabra en ningún tema está alentada por la «desconfianza científica».

Esta mega desconfianza nos alienta a pensar que la humanidad aún no llegó a la meta.

(Este es el Artículo Nº 1.702)

viernes, 28 de septiembre de 2012

No mirar para no ser visto



   
Nuestra psiquis supone que para no ser vistos por alguien, alcanza con dejar de mirarlo.

Mirar y comer son acciones metafóricamente asociadas.

Hemos oído decir:

«Se lo come con los ojos», para decir que «lo mira con especial interés»; 
— «Devorar un libro», cuando se lee con avidez;
— «A fulano no lo trago», como sinónimo de «A fulano no lo puede ver».

En otros artículos he compartido con ustedes algunas reflexiones a partir del dicho popular «No le hagas a los demás lo que no querrías que te hicieran a ti» (1).

Este refrán está expresado en un nivel simbólico (verbal), pero las acciones de «cerrar los ojos», «mirar para otro lado», «dar vuelta la cara», son sus equivalentes en el nivel efectivo (fáctico, empírico).

Los niños más pequeños, cuando no quieren ser visto, cierran o se tapan los ojos porque entienden que «si no miran, no son vistos», confundiendo las acciones ajenas con las propias.

Desconozco si es cierto o no, pero lo que sí es verdadero es que muchas veces aludimos a la (supuesta) costumbre del ñandú de esconder la cabeza cuando quiere «huir» de una amenaza.

Independientemente de si es cierto que esa ave tiene esa costumbre, lo real es que los humanos utilizamos esa alusión cuando queremos resaltar la actitud negadora de alguna persona, la actitud por la que «no quiere ver» lo que prefiere que no exista.

Negar la realidad es uno de los recursos más usados cuando estamos demasiado angustiados con situaciones que preferimos «no ver» porque es lo único que podemos hacer ya que eliminarlas parece imposible.

El refrán «No le hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti» se basa en la misma extraña actitud que podría resumirse diciendo: «No mires cuando no quieres que te vean».

               
(Este es el Artículo Nº 1.701)

jueves, 27 de septiembre de 2012

Las explicaciones mitológicas





Porque conocer las causas de todo nos alivia la incertidumbre, es que la humanidad ha creado relatos que intentan explicarlo todo.

Quizá muchos pueblos antiguos no pudieron sustraerse a inventar relatos que explicaran por qué las cosas son como son.

A muchas personas les interesa saber para qué nacemos, dónde iremos después de morir y se interrogan sobre para qué es todo esto.

Una respuesta inmediata pero insatisfactoria dice que el problema no está en lo difícil de encontrar una respuesta convincente sino en que la pregunta es improcedente, inadecuada, incorrecta.

De forma similar a como aceptamos que una botella de Coca-Cola empequeñezca a medida que se aleja de nuestros ojos sin que por ello pensemos que a dos metros contiene un litro y que a cien metros contiene diez veces menos líquido, también podríamos entender que hay preguntas que parecen lógicas pero que no lo son.

Por ejemplo, tanto podríamos admitir lo del achicamiento «objetivo» de la botella como que no todo tiene principio y fin.

Pero estas dudas son desequilibrantes porque nos llenan de angustia, incertidumbre, inseguridad. Nuestro pensamiento se estabiliza cuando le encuentra respuesta a cualquier pregunta, formando un gran relato donde todo queda explicado.

Quizá el primer gran relato que conocemos en occidente es la mitología griega.

Está compuesta por muchas historias sencillas, fantásticas, voluntaristas, ingenuas, mágicas, encantadoras, fascinantes.
¿Usted sabe por qué tenemos que ir a la escuela y al liceo? Por culpa de Epimeteo (1).

A este personaje mitológico se le encargó distribuir las características esenciales para la supervivencia (fuerza, velocidad, astucia, etc.) entre los animales recién creados.

El muy tonto repartió todo lo disponible y se olvidó nada menos que del ser humano. Cuando su hermano Prometeo, notoriamente más inteligente y mejor administrador, se dio cuenta nos asignó la habilidad para estudiar y aprender.


(Este es el Artículo Nº 1.700)

miércoles, 26 de septiembre de 2012

La mujer y el complejo de Edipo



 

El complejo de Edipo ocurre en las familias donde alguna mujer se siente atraída por algún varón consanguíneo.

Uno de los conceptos psicoanalíticos más conocidos es el complejo de Edipo.

Para ponernos de acuerdo, me estoy refiriendo a esos deseos sexuales que existen entre los integrantes de una familia y que ponen en riesgo la prohibición del incesto.

Ahora paso a comentar un pequeño detalle de esta idea que para algunos puede ser interesante y bastante original porque tiene que ver con otras hipótesis que he planteado en estos artículos.

Según estas ideas, entre los humanos también es la mujer la que activa el deseo sexual de unos pocos varones cuando hormonalmente está dispuesta a gestar.

Dicho de otro modo: según he planteado en otros artículos (1), así como son las hembras de los mamíferos las que entran en celo, desencadenando el impulso copulatorio en los machos cercanos, la mujer es la única generadora del deseo sexual en algunos varones cercanos. A las mujeres solo les interesan aquellos hombres cuya dotación genética sea la más adecuada para combinarse con la propia.

En suma: parto de la suposición de que las mujeres solo procuran ser fecundadas por unos pocos hombres, determinados porque su instinto intuye cuáles poseen la mejor dotación genética, para que, entre ambos, gesten los hijos más sanos. Esto explica por qué las mujeres gustan de ciertos varones y de otros no.

Retomando el tema del complejo de Edipo, les propongo pensar que en una familia también son la madre y las hijas las que pueden o no encontrar en los varones del hogar a esa persona que les fecundaría los mejores ejemplares.

Si dentro del hogar, ni el padre ni los hijos son seleccionados instintivamente por la madre o las hijas, el complejo de Edipo será casi inexistente.

 
 
 
 
 
(Este es el Artículo Nº 1.699)